(POR LUÍS FILIPE PARRADO)
La luz de finales de agosto cae sobre
la terraza de esta casa de provincias
donde leo que
el pintor Paul Gauguin
eludió las obligaciones familiares
abandonando mujer e hijos
para poder viajar por los Mares del Sur
y “perseguir su arte”.
Tras leer estas palabras
levanto los ojos de la página 57
y diviso frente a mí
una bandada de cuervos posados
en los gruesos cables de la luz,
la llanura del cielo, el campo de maíz
más extenso de los alrededores
donde se esconden mis hijos
uno del otro, y los dos de mí.
Para Gauguin, volviendo a la lectura,
la llamada de la creación,
el profundo amor por la pintura
hablaron más alto y más claro que la prosaica
existencia pequeño-burguesa
de la segunda mitad del Ochocientos,
motivo que lo condujo al rechazo
“de los deberes convencionales
con la familia”,
abandonada definitivamente.
Pero, subrayando algunas frases,
no me queda muy claro
si el pintor hizo lo “que sintió
que tenía que hacer para atender
a su más alto grado de excelencia personal”
y, de este modo, legar a los hombres
“el fruto de su arte”
(como argumentan Shai Biderman
& Eliana Jacobowitz)
o si, más desesperadamente
de lo que pueda parecer,
la pintura fue la tabla de salvación,
el último recurso para la huida
del pantano (otros dirán del infierno)
de la vida conyugal, en Copenhague,
con Mette Sophie Gad y los cinco niños.
En cuanto a mí,
me gustaría despejar la duda
y proseguir la lectura,
en el encanto, en la provincia,
mientras el sol de finales de agosto se apaga
por detrás del tejado de la casa
y la noche va extendiendo un viento frío
que vuelve casi imposible
el acto de leer.
Casi a oscuras
me quedan los gritos de los hijos,
lejanos,
y la voz de mi mujer anunciando
que es preciso poner la mesa para cenar.
Por eso,
porque no estamos en Tahití
ni en el siglo XIX
ni soy el famoso pintor primitivo
y moderno Paul Gauguin,
marco la página, cierro el libro
y me levanto
para ocuparme de los platos y los cubiertos.
El poema, disculpen, tiene que detenerse aquí.