martes, 27 de marzo de 2012

Cementerio de Veteranos (Dana Gioia)



CEMENTERIO DE VETERANOS
(POR DANA GIOIA)

Las ceremonias del día han terminado,
abandonadas al desfile del cuervo harapiento.
Las banderas se despliegan en la procesión de las orugas.
Las coronas caen sobre las lápidas ensombreciéndolas.

Qué discretamente se reúnen las palomas junto a la entrada
como almas que no tuvieran ni cielo ni averno.
La hierba reclama pacientemente su propiedad perdida
donde un ángel de piedra se erige en centinela.

Las voces que susurran en las hojas consumidas,
enfermizas y atroces, ¿qué pueden esperar
cuando cada estación se nutre de la anterior
y el verde del verano arde con el fuego del otoño?

El ocaso es un solitario hilo de luz
cosido a los jirones de un sauce deshojado,
mientras las ramas languidecen una a una
y el tiempo se riza como un papel que amarillea.


[Versión al castellano: Jesús Jiménez Domínguez. Publicado en el nº 96 de la revista Clarín]

miércoles, 21 de marzo de 2012

jueves, 15 de marzo de 2012

Contraportada de "Frecuencias" a cargo de Rómulo Bustos

Rómulo Bustos







¿Cómo escribir Poesía después de la Poesía? El poeta camina extranjero por un ya desforestado bosque de símbolos, suspendido tan sólo del frágil hilo de su afónica voz que, de algún modo, pretende salvar la insomne Canción, la real fantasmagoría de la Canción. Es verdad: la Alegoría ha muerto, como declara este poemario; pero en su lugar quedan esas enigmáticas ondas de baja frecuencia que pueblan el Universo de Jiménez y que en su mudez dicen el misterio. Jesús Jiménez lo sabe. Por eso, si a su oído izquierdo susurra el demonio de Demócrito, por el derecho susurra el demonio de Valéry desdiciéndose de que el resto sea sólo literatura. Por eso se esmera en hacer del árbol un ataúd para que la deseante imaginación del lector lo reconstruya con todas sus ramas, sus flores y el fulgor de sus frutos. Ciertamente el corazón y la cabeza son enemigos, pero en su disputa arman una extraña música, con el bífido Ángel de Schlegel dirigiendo, en lejanía, la disonante sinfonía de la ironía infinita… Jiménez, como el hilarante Demócrito, conoce la terapéutica del humor, pese a los corrosivos venenos diseminados en su palabra, o precisamente por ello. Poesía desasosegada, inteligente y lúdica, de súbitos juegos de palabra, de quiebres y giros de ritmo, de elaborado y limpio lenguaje que tiende inusitados puentes entre las diversas zonas de la experiencia, haciéndose sorprendente en su mestizaje. Jiménez es el paradójico nada-dor que, con la disolvente materia del tiempo y su rostro más nefasto (la muerte), urde o deja entrever -acaso a contravía de sí mismo- una sugestiva “metafísica” de la inmanencia contra la soberanía de la Nada.



RÓMULO BUSTOS AGUIRRE

lunes, 12 de marzo de 2012

Dos poemas de "Frecuencias"

Foto: Ana Muñoz




La Estafeta del Viento (la revista digital de poesía de la Casa de América, de notable presencia en el ámbito latinoamericano) publica, a modo de adelanto, dos poemas de Frecuencias, de próxima aparición.


Uno de ellos es éste, que abrirá el libro:


FRECUENCIAS DE ONDA CORTA

Vas a comenzar un viaje.
Atravesarás arenas movedizas,
bancos de niebla, pozas insondables.

Disponte a percibir las señales secretas
que las cosas de la tierra emiten para ti.

El insecto que vuela a tu alrededor,
¿qué contraseña, qué promesa de jardín te trae?

El fuego blanco de la nieve en las copas,
¿logró acallar el fuego verde de los árboles?

La hoja que, a orillas del río, se separa
de la rama del arbusto y cae, ¿podrá unirse
a la rama exacta del agua sin que la rompa?

Llegan ondas de un lado al otro de tus sentidos:
lograste sintonizar un dial secreto del mundo.

Pero te detienes al borde de esta página
y hallas una frecuencia en tu interior,
una transmisión. Un mensaje de ti, atiéndelo.
Es tu corazón paciente: ese traductor,
ese amanuense, ese oficinista incansable
poniendo comas veinticuatro horas al día
a cuanto el asombro profusamente le trae.

lunes, 5 de marzo de 2012

Semblante de Ángel Guinda

Con motivo de la presentación de Caja de Lava (Olifante, 2012)





Ángel Guinda llevaba mucho tiempo siendo una leyenda en esta ciudad cuando lo conocí hace una veintena de años. Recuerdo el primer encuentro del iniciado con el maestro: aunque tuvo lugar en una librería ya desaparecida, el recuerdo sigue en pie y permanece. Yo, que ante todo deseaba ser poeta sin saber todavía el esfuerzo que lleva consigo, iba acompañado de un amigo que hizo las presentaciones. Ángel, que acababa de conocerme en ese preciso instante, se apresuró allí mismo a comprarme su Claustro, aquel libro de la editorial Olifante que recopilaba sus poemarios anteriores. Me dijo: “Este libro, aquí, en la librería, es sólo una lápida. Entre tus manos tendrá más vida”.

Ángel Guinda es así: su tremenda generosidad, su más que demostrada atención hacia los poetas más jóvenes y su agitadora concepción de una poesía útil y comprometida le incitan a este tipo de filantropías. Por otra parte, aunque Ángel trata a todos sus amigos de hermanos, en nuestro caso el parentesco es más que asumible. Puesto que nuestros padres se conocían y trataban como hermanos, resulta más que probable que –cuando menos– seamos primos. Si no primos carnales, sí primos espirituales en lo poético.

Sabemos que Ángel recibió el sacramento de la poesía en plena calle, a la intemperie, cuando contemplaba en el actual Paseo de la Constitución la estatua de una pareja de amantes al resguardo de un paraguas. Fue una imagen proverbial, porque desde entonces la poesía ha sido ese paraguas con el que Ángel se ha enfrentado a las inclemencias y a los rigores existencialistas de la vida. Un paraguas que ha pasado de mano en mano. Un paraguas público y fraternal. Un paraguas amplio y frondoso a cuyo cobijo generaciones más jóvenes de poetas se han arrimado en algún momento de sus vidas y de sus obras.

Ángel Guinda fue en los años de la Transición un inconformista, un rebelde, un poeta que portaba en el ojal de su gabán las flores del mal. Quiso hacer la transición él solo, aquí en Zaragoza, cuando la ciudad era todavía aquella Zaragoza gusanera de Miguel Labordeta. Una transición de dos minutos, de exaltada caligrafía y firme pulso jacobino, en la pared de un bar. Pagó por la libertad el precio de la censura y de la persecución judicial. Marchó a Madrid y se aplacó un tanto: su poesía se hizo más filosófica, más intimista, más destilada gracias al tamiz del aforismo y de la paradoja en su afán por nombrar lo inefable y lo absoluto. No por ello su poética perdió un ápice de juventud. Ángel Guinda morirá (por supuesto dentro de muchos, muchos años) siendo quizás el poeta más vitalista y joven de cuantos conozco. Acaso no le dejen entrar en el club privado de la muerte por creerle menor de edad. Mejor para nosotros.

Junto a aquel libro regalado hace más de veinte años, Ángel Guinda me regaló, si cabe, algo más importante: unas palabras escritas de su puño y letra que, después de todo este tiempo, siguen resplandeciendo como el primer día y dicen la verdad: “Ser poeta no es una profesión, es una posesión”. Y un destino, añadiría yo. El de todos aquellos que son convocados para llamar por su nombre de pila las cosas más feroces de la vida con el fin de intentar amansarlas, de domesticarlas, de someterlas: el paso del tiempo, el dolor, la injusticia, la muerte. Una alta misión secreta que Ángel Guinda sigue llevando a cabo con perseverancia, con dedicación de orfebre, con férrea honestidad. Caja de lava es sólo el último episodio de esa misión secreta, de ese destino ineludible, de esa posesión poética en la que sólo la palabra es el único exorcismo posible.