Ángel Guinda llevaba mucho tiempo siendo una leyenda en esta ciudad cuando lo conocí hace una veintena de años. Recuerdo el primer encuentro del iniciado con el maestro: aunque tuvo lugar en una librería ya desaparecida, el recuerdo sigue en pie y permanece. Yo, que ante todo deseaba ser poeta sin saber todavía el esfuerzo que lleva consigo, iba acompañado de un amigo que hizo las presentaciones. Ángel, que acababa de conocerme en ese preciso instante, se apresuró allí mismo a comprarme su Claustro, aquel libro de la editorial Olifante que recopilaba sus poemarios anteriores. Me dijo: “Este libro, aquí, en la librería, es sólo una lápida. Entre tus manos tendrá más vida”.
Ángel Guinda es así: su tremenda generosidad, su más que demostrada atención hacia los poetas más jóvenes y su agitadora concepción de una poesía útil y comprometida le incitan a este tipo de filantropías. Por otra parte, aunque Ángel trata a todos sus amigos de hermanos, en nuestro caso el parentesco es más que asumible. Puesto que nuestros padres se conocían y trataban como hermanos, resulta más que probable que –cuando menos– seamos primos. Si no primos carnales, sí primos espirituales en lo poético.
Sabemos que Ángel recibió el sacramento de la poesía en plena calle, a la intemperie, cuando contemplaba en el actual Paseo de la Constitución la estatua de una pareja de amantes al resguardo de un paraguas. Fue una imagen proverbial, porque desde entonces la poesía ha sido ese paraguas con el que Ángel se ha enfrentado a las inclemencias y a los rigores existencialistas de la vida. Un paraguas que ha pasado de mano en mano. Un paraguas público y fraternal. Un paraguas amplio y frondoso a cuyo cobijo generaciones más jóvenes de poetas se han arrimado en algún momento de sus vidas y de sus obras.
Ángel Guinda fue en los años de la Transición un inconformista, un rebelde, un poeta que portaba en el ojal de su gabán las flores del mal. Quiso hacer la transición él solo, aquí en Zaragoza, cuando la ciudad era todavía aquella Zaragoza gusanera de Miguel Labordeta. Una transición de dos minutos, de exaltada caligrafía y firme pulso jacobino, en la pared de un bar. Pagó por la libertad el precio de la censura y de la persecución judicial. Marchó a Madrid y se aplacó un tanto: su poesía se hizo más filosófica, más intimista, más destilada gracias al tamiz del aforismo y de la paradoja en su afán por nombrar lo inefable y lo absoluto. No por ello su poética perdió un ápice de juventud. Ángel Guinda morirá (por supuesto dentro de muchos, muchos años) siendo quizás el poeta más vitalista y joven de cuantos conozco. Acaso no le dejen entrar en el club privado de la muerte por creerle menor de edad. Mejor para nosotros.
Junto a aquel libro regalado hace más de veinte años, Ángel Guinda me regaló, si cabe, algo más importante: unas palabras escritas de su puño y letra que, después de todo este tiempo, siguen resplandeciendo como el primer día y dicen la verdad: “Ser poeta no es una profesión, es una posesión”. Y un destino, añadiría yo. El de todos aquellos que son convocados para llamar por su nombre de pila las cosas más feroces de la vida con el fin de intentar amansarlas, de domesticarlas, de someterlas: el paso del tiempo, el dolor, la injusticia, la muerte. Una alta misión secreta que Ángel Guinda sigue llevando a cabo con perseverancia, con dedicación de orfebre, con férrea honestidad. Caja de lava es sólo el último episodio de esa misión secreta, de ese destino ineludible, de esa posesión poética en la que sólo la palabra es el único exorcismo posible.
Ángel Guinda es así: su tremenda generosidad, su más que demostrada atención hacia los poetas más jóvenes y su agitadora concepción de una poesía útil y comprometida le incitan a este tipo de filantropías. Por otra parte, aunque Ángel trata a todos sus amigos de hermanos, en nuestro caso el parentesco es más que asumible. Puesto que nuestros padres se conocían y trataban como hermanos, resulta más que probable que –cuando menos– seamos primos. Si no primos carnales, sí primos espirituales en lo poético.
Sabemos que Ángel recibió el sacramento de la poesía en plena calle, a la intemperie, cuando contemplaba en el actual Paseo de la Constitución la estatua de una pareja de amantes al resguardo de un paraguas. Fue una imagen proverbial, porque desde entonces la poesía ha sido ese paraguas con el que Ángel se ha enfrentado a las inclemencias y a los rigores existencialistas de la vida. Un paraguas que ha pasado de mano en mano. Un paraguas público y fraternal. Un paraguas amplio y frondoso a cuyo cobijo generaciones más jóvenes de poetas se han arrimado en algún momento de sus vidas y de sus obras.
Ángel Guinda fue en los años de la Transición un inconformista, un rebelde, un poeta que portaba en el ojal de su gabán las flores del mal. Quiso hacer la transición él solo, aquí en Zaragoza, cuando la ciudad era todavía aquella Zaragoza gusanera de Miguel Labordeta. Una transición de dos minutos, de exaltada caligrafía y firme pulso jacobino, en la pared de un bar. Pagó por la libertad el precio de la censura y de la persecución judicial. Marchó a Madrid y se aplacó un tanto: su poesía se hizo más filosófica, más intimista, más destilada gracias al tamiz del aforismo y de la paradoja en su afán por nombrar lo inefable y lo absoluto. No por ello su poética perdió un ápice de juventud. Ángel Guinda morirá (por supuesto dentro de muchos, muchos años) siendo quizás el poeta más vitalista y joven de cuantos conozco. Acaso no le dejen entrar en el club privado de la muerte por creerle menor de edad. Mejor para nosotros.
Junto a aquel libro regalado hace más de veinte años, Ángel Guinda me regaló, si cabe, algo más importante: unas palabras escritas de su puño y letra que, después de todo este tiempo, siguen resplandeciendo como el primer día y dicen la verdad: “Ser poeta no es una profesión, es una posesión”. Y un destino, añadiría yo. El de todos aquellos que son convocados para llamar por su nombre de pila las cosas más feroces de la vida con el fin de intentar amansarlas, de domesticarlas, de someterlas: el paso del tiempo, el dolor, la injusticia, la muerte. Una alta misión secreta que Ángel Guinda sigue llevando a cabo con perseverancia, con dedicación de orfebre, con férrea honestidad. Caja de lava es sólo el último episodio de esa misión secreta, de ese destino ineludible, de esa posesión poética en la que sólo la palabra es el único exorcismo posible.
La poesía es un paraguas con la que está cayendo. La poesía y la cultura, que nunca debe ser recortada. UN lujo de presentación. Poder leerla ahora con tranquilidad es también un lujo. Gracias.
ResponderEliminarTu "Semblante de Ángel Guinda" es todo un canto a la honestidad del poeta y al mismo tiempo, también un bello poema.
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