EXTRAÍDO DEL DIARIO DE JACQUES DUPRÉE
Reticente siempre a las reuniones sociales, me veo sin embargo en el compromiso ineludible de tener que presentar mi último libro de poemas en la librería Parage de París. La librería Parage está cerca de Père Lachaise, y hace pared con un taller de fabricación de ataúdes; de manera que cada dos por tres se escucha el trajín estruendoso de los carpinteros: los martillazos, las braceras eléctricas, las lijadoras. Cuando me veo en el incómodo trance de tener que hablar de mí y de mi libro (algo que por mi natural pudor evito) es inútil: el ruido del taller de ataúdes ahoga, una a una, todas mis palabras. Es el primer aviso, la primera alegoría: la muerte ha de sepultar la memoria y la palabra de los hombres.
Tengo mi libro entre las manos y gesticulo como un energúmeno. Nadie puede oírme. Sin embargo, algunas personas de la primera fila ponen cara de atención y asienten a cada rato como si en verdad siguieran perfectamente mis explicaciones, lo que a las claras es imposible. Esto me sorprende y además, por qué no decirlo, me irrita en lo más íntimo. Opto finalmente por el silencio, única actitud heroica y sabia en verdad. El silencio es la gran lección maestra que la muerte nos tiene reservada. Permanecemos así, bajo el estruendo del taller contiguo, durante bastantes minutos. Tal vez un cuarto de hora. Nadie se va, nadie dice nada, nadie hace nada. He estado hablando en vano, al parecer, para una concurrencia de estatuas de cera o de muertos vivientes. En el local contiguo los martillazos siguen produciéndose como una larga letanía. Es todo un sistema organizado de golpes, como dotado de una sintaxis y de una resonancia rítmica admirables. Pienso por un momento que los distintos artesanos del gremio funerario se comunican secretamente e imagino que los martillos charlan acerca de mí. Está claro: en el taller de ataúdes fabrican cajas a medida para toda la poesía que nadie lee, para todas las palabras nunca oídas porque nunca se dijeron. Los pequeños féretros acogen a los libros desahuciados por el olvido o la incomprensión. Son como las cajas negras de los aviones. Hay libros que perecen en la primera página y hay libros que tienen una lenta agonía. Y existen libros que con sólo tocarlos se deshacen entre las manos como pescados muertos. O como nieve en verano. He ahí sin embargo toda la belleza de la poesía: su fragilidad. De noche una furgoneta furtiva pasa por las librerías y las bibliotecas municipales a recoger los libros fallecidos. Los ataúdes de la poesía deben enterrarse a gran profundidad. Es una medida higiénica. De lo contrario se corre el peligro de sucumbir a una pandemia lírica de consecuencias apocalípticas: Familias, poblaciones enteras atacadas por el virus mortal del soneto con estrambote. Naciones rimando en endecasílabos por la calle. No quiero ni pensarlo.
En el taller de ataúdes, seguro, están acabando de fabricar la caja para mi propio libro. Tal vez sólo esté hecha de pino de segunda clase, y puede que ni siquiera tenga el interior forrado de satén rojo. Y tal vez tenga una placa que, a modo de epitafio o instrucción, diga algo como: “Romper en caso de insomnio”.
A una señal doy por finalizada la presentación sin poder haber comunicado una sola palabra a los asistentes. Todos aplauden, me estrechan la mano, la espalda me palmean. Un desconocido me grita enigmáticamente al oído: “Su libro tiene quince erres de más”. No entiendo bien lo que quiere decir con eso de las erres. Antes de salir de la librería Parage hojeo una rara edición del Libro de las horas de Rainer Maria Rilke. Descubro maravillado que un insecto ha perforado las cubiertas y excavado una galería hasta el corazón mismo del volumen. Pronto el insecto acabará de leer a Rilke y subrayará así, con su trayectoria de proyectil incendiado, lo que el hombre escribió.
Es la hora de las fermentaciones. Salgo de Parage y entro en el taller de ataúdes con unas botellas de vino que abro a la salud de los carpinteros. Acabo sincerándome. Les agradezco todo el escándalo de los martillazos y les invito a futuras presentaciones de otros libros míos (que a buen seguro escribiré con el torpe propósito de manchar el silencio) para que sigan martilleando donde quiera que yo vaya, para que no me dejen hablar y decir lo que no debe decirse. La poesía no debiera presentarse porque está siempre presente. Pese a todo y pese a la nada. En el taller brindamos y manchamos de vino y baba el trabajo de meses. Ya borrachos, nos arrodillamos y rezamos por Rilke, por su insecto devorador de páginas, por mi libro expuesto en los escaparates de París como una lápida ya vieja. Fuera llueve y los hombres abren sus paraguas. Pronto saldré a la noche para acariciar con mis dedos esos paraguas negros, esa lencería de la muerte que el otoño dispone.
[Qué recuerdos. Leí este pequeño texto impostor en la librería Antígona de Zaragoza hace ya... ¡casi diez años! Era la presentación de mi libro de poemas Diario de la anemia/Fermentaciones (Olifante, Zaragoza, 2000). Aquella tarde no me apetecía nada hablar de mi libro y una hora antes me había inventado este texto y a este Jacques Duprée inexistente para que dijeran por mí lo que yo pensaba por aquel entonces de las presentaciones de libros. Como el texto lo había escrito deprisa (y además era mi primer libro y mi primera presentación y lógicamente había nervios), leí con mucha inseguridad. Al término, el Sr. X, crítico literario de la ciudad, se me acercó y me dijo: "Se notaba mucho que estabas traduciendo a Jacques Duprée directamente del francés". Por supuesto, no pude sino asentir].
Grande, Jesús Jiménez. Grande, en consecuencia, Jacques Duprée. Pero, sobre todo, grande, enorme, el Sr. X.
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