por Julio Espinosa Guerra
(Fragmento de la introducción a la antología Palabras sobre palabras: 13 poetas españoles actuales, de próxima publicación en Ed. Santiago Inédito, Santiago de Chile).
Hace unos años atrás titulaba el prólogo de la antología de poesía chilena contemporánea que publiqué con la editorial Visor de Madrid como "Una mirada por el retrovisor". Se trataba, evidentemente, de dar cuenta de una serie de poetas, con sus respectivas poéticas, que ya habían configurado una manera propia de decir y que se unían sino por su estilo, por el evidente desconocimiento de su creación en España. Entonces citaba a Hans Magnus Enzensberger, cuando a comienzos de la década de los sesenta se atrevió a afirmar la existencia de un diálogo universal y contemporáneo en torno a la poesía moderna que, si bien pudo cumplirse, sucesos históricos y sociales privaron de su conocimiento en los países de la órbita hispanohablante.
De alguna manera, Palabras sobre palabras: 13 poetas españoles actuales, toma esa aseveración de Enzensberger para transformarla en realidad, pero no solamente con la excusa de la inmediatez ni del diálogo por el diálogo, sino también para mostrar que los poetas españoles actualmente están mucho más cerca de un diálogo mundial con sus compañeros latinoamericanos y que más allá del conocimiento que se tenga de ellos, avanzan por la misma carretera, con propuestas que provienen de lecturas, cuestionamientos y un contexto mundial similares, aunque los antecedentes sean, en apariencia, diferentes.
I. Los antecedentes.
Los últimos años de la poesía española han estado dominados por lo que muchos han denominado como "poesía de la experiencia" y el crítico y profesor Vicente Luis Mora (Córdoba, 1970) ha dado en llamar "poesía de la normalidad", de la cual da una excelente definición en su libro Singularidades (Bartleby, 2006) y que ahora citamos in extenso: “Hay una norma no escrita en la literatura española (…) por la que el camino para llegar al éxito requiere una especie de método ascético, de camino de perfección, rigurosa y colectivamente controlado por una pequeña serie de personas, y de cuyo seguimiento al pie de la letra depende ser recibido con todo tipo de parabienes por los mayores y aceptado dentro de los poetas del clan. Esta oligarquía está compuesta por un grupo variable de poetas que ya llegaron, varios editores con distribución nacional y una nómina corta de críticos literarios, cuyo poder no está ni en su prestigio (…) ni en su número, sino en su presencia en suplementos culturales de los diarios de mayor tirada o en su profesión antologadora. El camino de perfección que imponen está ideado a su propio servicio, no al de los aspirantes, para que la endogamia funcione (…). Ningún poeta joven (salvo consabidas excepciones) gana hoy un premio con dotación económica y buena publicación sin someterse a esas rígidas reglas, que suponen un entendimiento tribal del oficio literario.
“En concreto y en poesía, la norma establece que un joven poeta no debe de mostrar demasiada ambición. No debe contaminar la poesía con la teoría ni con otros géneros: el poema “filosófico” está mal visto, así como el epigrama o los textos con nombres propios y referencias demasiado metaliterarias. Es conveniente que en la metapoesía aparezca algún elemento de humor, para evitar rigidez. Si hay alguna preocupación intelectual, debe acomodarse al estrecho patrón de la poesía mal llamada “metafísica” (…) y no excederlo. El título del poemario aspirante será una especie de resumen de las claves estéticas de la obra, para que nadie se pierda. Los poemas han de ser cortos, no más de setenta y no menos de doce versos. Debe rechazarse en lo posible el uso de los poemas en prosa. Han de cerrarse en sí mismos, presentar una clara estructura, tener una factura simbolista, terminar con un corolario de tipo moral, describir ambientes urbanos con referencias utópicas (en el sentido etimológico de “fuera de lugar”, no muy concretables o referentes a lugares bien conocidos por el imaginario del lector), situarse en entornos sociales burgueses de clase media/alta y estar armados siempre en estructura cerrada, inatacable: prohibidas las ideas del flujo o torrente verbal o de conciencia, así como cualquier elemento de corte surrealista. Prohibidas las imágenes visionarias o muy bien atadas. Más alegoría que símbolo. Se intentará hablar de los asuntos cotidianos en un tono de lenguaje coloquial, de modo que las preocupaciones habituales del lector medio queden reflejadas, en el mismo idioma mental en que éste las piensa. El contenido, la semántica poética, ha de tener relación con la subjetividad del autor, que será morigerada por los trámites al uso, creando un sujeto elocutorio ficticio, irónico, distanciado o fingidor; mejor si es todas esas cosas a la vez. Los topoi serán el sentimiento de pérdida, una melancolía digerible, un leve rechazo desencantado ante la vida, rescatando el puer senex sin extremismos catulianos ni desgarros satíricos, recreación de la soledad y ajuste del entorno (…) a la atmósfera sentimental del texto. En general debe existir un cuidado exquisito en el uso del sentimentalismo, rechazando toda expresión exagerada, cursi, desesperada, verbosa, declamatoria o suntuaria. Pocas o ninguna cita, siempre al principio del libro o de cada parte, de autores consagrados preferiblemente españoles (…) y excluir por completo a Celan, Valente, Bachmann, Huidobro y demás “prestidigitadores” o “funambulistas” del verso (…). Todo el contenido del discurso será comprensible y deberá ser entendido de un solo vistazo, preferiblemente sin necesidad de relectura, sobre un razonamiento hipotético‐deductivo plano (…).
“En esta norma poética caben todas las tendencias. Sus caracteres parecen relacionarla –y así ha sido durante años– con la poesía de la experiencia, pero el círculo de mandamases ha crecido y ha permitido en los últimos tiempos una apertura del espectro.” (pp. 49 – 53.)
Desilusionante panorama para quienes lo han podido observar desde fuera o de una perspectiva diferente a la del poder mediático y que sin duda está detrás del desconocimiento endémico de las mejores poéticas latinoamericanas del fines del siglo XX, como también es responsable de la visión desoladora del panorama hispano que se tiene en Chile y otros países latinoamericanos, como Perú y Brasil.
Pero este movimiento, que comenzó a fines de los setenta con la otra (o la nueva) sentimentalidad y que pronto se transformó para los medios en la poesía de la experiencia, ocultó a otros autores, otras lecturas, otras posibilidades que desarrollaban su trabajo a conciencia, sin aparecer en los periódicos y que fueron redescubiertos por los poetas más jóvenes a comienzos del nuevo siglo.
II. Los otros antecedentes.
Olvido García Valdés, Chantal Maillard, Carlos Piera, José Luis Gallero, José Miguel Ullán, Eduardo Scala, José María Parreño, Aníbal Nuñez, Francisco Pino, Julia Castillo, Pedro Casariego Córdoba, Miguel Ángel Bernat, Nacho Fernández, José Ángel Valente, Alfonso Costafreda, Claudio Rodríguez, Joan Brossa, Juan Eduardo Cirlot, Leopoldo María Panero, Sergio Gaspar, Antonio Martínez Sarrión, Aurora Luque, Miguel Casado, Juan Carlos Mestre, Esperanza López Parada, Andrés Sánchez Robayna e, indudablemente, Antonio Gamoneda. En la lista, faltan poetas, pero todos los que están, deben estarlo. Son autores que pertenecen a un grupo sobre el que cayó un manto denso y difícil de rasgar durante gran parte de la década de los ochenta y toda la década de los noventa. Autores que no hacen ni hacían una poesía fácil, dispuestos a reflexionar sobre la palabra, a cuestionar su realidad y a posicionarse de manera heterodoxa, completando un espacio mudo de lenguaje. Autores reflexivos. Poetas de la búsqueda.
Ellos, junto a otros aquí no nombrados, pertenecen a un imaginario paralelo al del canon español de las últimas décadas y, por ello, han pasado inadvertidos durante años no sólo para los lectores latinoamericanos sino también para los propios lectores españoles que no tuvieran un acceso directo a los mismos o se movieran en ambientes universitarios. Poéticas de autores que van desde un imaginario simbolista, como Cirlot, a la poesía visual, como José Miguel Ullán y Eduardo Scala, pasando por el malditismo de Panero, la posmodernidad de Maillard, la ironía de Martínez Sarrión y la esencialidad de Rodríguez, entre otras, muestran una riqueza que desconocemos de la poesía española contemporánea.
Es justamente de ellos que han bebido los autores incluidos en esta antología: poetas que han puesto en duda de manera radical la norma poética española y que, por ende, pertenecen al mismo margen activo pero solapado que sus antecesores; poetas que no se han sumado a la moda de una lectura condescendiente de los poetas canónicos, cuestión que sí ha sucedido con gran parte de la nueva poesía del país, mayoritariamente antologada y que ya es parte del barbecho, los esquejes de los mismos autores, editores y críticos que elaboraron el canon anterior, pero que inevitablemente está siendo superado por la apertura que han permitido las nuevas tecnologías y que han logrado que el lector español conozca, por fin, las propuestas de más allá de las fronteras ibéricas, que ponen en duda la referencialidad y la mímesis lingüística del lenguaje ¿poético? predominante, tal como la tradición oculta del panorama español y tal como hacen los trece poetas aquí seleccionados: Marta Agudo, Marcos Canteli, Óscar Curieses, Benito del Pliego, Patricia Esteban, Ana Gorría, Jesús Jiménez Domínguez, Luis Luna, Julia Piera, Goretti Ramírez, Julio Reija, Sandra Santana y Julieta Valero.