El poemario Calor, de Manuel Vilas, sigue de candente (y perdón por el juego de palabras) actualidad. Visto que, después de más de un año, los suplementos culturales siguen reseñándolo (Babelia, por ejemplo, se ha hecho de rogar y ha publicado su reseña este mismo mes) y visto que también el calor veraniego, bochornoso, infernal, está en pleno apogeo, no me resisto a poner aquí algunas de las palabras de presentación que tuve para el libro hace más de un año en la librería Cálamo de Zaragoza. Que ustedes lo suden bien.
Me resulta algo inoportuno intentar hablar de Calor (un libro que tiene la virtud meditada del exceso) con palabras muy moderadas. Así que por qué hacerlo. Lo mismo que los seísmos tienen sus réplicas, también los excesos piden una nueva escalada de excesos y ya sabemos que caminar por ellos conduce al palacio de la sabiduría, como aseguraba William Blake.
Calor es un libro que ha de leerse bien provisto de guantes de amianto. Es un libro que quema entre las manos, que devora y desintegra los libros vecinos de las estanterías.
Calor es el libro que inició, hace varios miles de años, el incendio de la fastuosa biblioteca de Alejandría. Fue el primer libro que sufrió de combustión espontánea en los tiempos de la Santa Inquisición española. Es la Biblia apóstata que alguien dejó olvidada una noche hace unos años en una oficina incendiada del Edificio Windsor en Madrid.
Imagino a Manuel Vilas en su casa del barrio Actur de Zaragoza, invadido por la lúcida locura del verano, escribiendo a bolígrafo, con un bolígrafo al que le hierve la tinta. Un bolígrafo que dirige hacia o contra los hombres y las cosas de los hombres y que realmente no es un bolígrafo, sino un termómetro que mide la temperatura terrorífica del mundo. 45º grados de fiebre, y subiendo. Un mundo enfermo en el que los ideales clásicos de bondad, belleza y verdad están en franca crisis, cotizando a la baja. Un cierto feísmo estético ha ensanchado el campo expresivo de la poesía. Y la suciedad, como todos sabemos, es más cálida, más ácrata y más humana que el orden, frío, déspota y aséptico.
Aunque fronterizo al desaliento, Calor es un libro lleno de vida, que nos recarga las pilas. Un libro que en su propuesta se sitúa a años luz de esa otra lírica española, rancia y marmórea, empeñada en no erigir poemas habitables para todos sino mausoleos cerrados para nadie. España ha sido (y es) un país literariamente muy conservador.
Vilas escribe una poesía atrozmente actual, libre y catártica, impetuosamente humana aun a pesar del mundo deshumanizado en el que se inscribe. Una poesía más suburbial, más poligonoindustrial que urbana. Pero es también una poesía democrática en el sentido de que es una poesía para todos, que no está escrita para una élite de críticos custodios de un hermético código de símbolos, ni dirigida a catedráticos depositarios de las contraseñas semióticas necesarias para entrar en una supuesta verdad.
En los últimos libros de Vilas, a partir de El cielo, creo ver algo en sus poemas que me a mí gusta llamar “consumismo místico”. Aquí, las nuevas catedrales de este paganismo nuevo son Carrefour, Hipercor, Eroski, Ikea. El homo viator de este siglo XXI viaja, hace turismo o simplemente se despeña por este valle de lágrimas a bordo de un Renault, un Opel o un Peugeot. Rezamos a Santo Samsung, a San Carrier, a San Fujitsu para que los vientos nos sean propicios y nos hagan más llevadero el infierno (“Aire Nuestro”, título que remite a Jorge Guillén, se llama un poema del libro que en realidad es un padrenuestro pagano).
La vida de un hombre es la vida neumática de todos sus coches, la existencia doméstica de todos sus aparatos de aire acondicionado. Todo son marcas (y materialismo y dinero para quemar) porque el mundo es un enorme escaparate a escala natural. Y una de las virtudes de este libro es que ese escaparate descomunal cabe en apenas 60 páginas.
Internet y televisión nos acercan a dos palmos de los ojos los grandes fastos nacionales, el cambio climático, los desastres del Sida, las guerras y el dolor ajeno. La realidad, se nos dice, tiene una resolución de cinco millones de megapixels. Somos carne de píxel, queramos o no.
El poema en prosa es la modernidad, la libertad. Así lo intuyó quizás Baudelaire. Así lo sabe Manuel Vilas cuando asegura que un soneto, escrito hoy, es como un pasodoble y que un poema en prosa podría ser como “Sweet Jane”.
Calor es un libro que ha de leerse bien provisto de guantes de amianto. Es un libro que quema entre las manos, que devora y desintegra los libros vecinos de las estanterías.
Calor es el libro que inició, hace varios miles de años, el incendio de la fastuosa biblioteca de Alejandría. Fue el primer libro que sufrió de combustión espontánea en los tiempos de la Santa Inquisición española. Es la Biblia apóstata que alguien dejó olvidada una noche hace unos años en una oficina incendiada del Edificio Windsor en Madrid.
Imagino a Manuel Vilas en su casa del barrio Actur de Zaragoza, invadido por la lúcida locura del verano, escribiendo a bolígrafo, con un bolígrafo al que le hierve la tinta. Un bolígrafo que dirige hacia o contra los hombres y las cosas de los hombres y que realmente no es un bolígrafo, sino un termómetro que mide la temperatura terrorífica del mundo. 45º grados de fiebre, y subiendo. Un mundo enfermo en el que los ideales clásicos de bondad, belleza y verdad están en franca crisis, cotizando a la baja. Un cierto feísmo estético ha ensanchado el campo expresivo de la poesía. Y la suciedad, como todos sabemos, es más cálida, más ácrata y más humana que el orden, frío, déspota y aséptico.
Aunque fronterizo al desaliento, Calor es un libro lleno de vida, que nos recarga las pilas. Un libro que en su propuesta se sitúa a años luz de esa otra lírica española, rancia y marmórea, empeñada en no erigir poemas habitables para todos sino mausoleos cerrados para nadie. España ha sido (y es) un país literariamente muy conservador.
Vilas escribe una poesía atrozmente actual, libre y catártica, impetuosamente humana aun a pesar del mundo deshumanizado en el que se inscribe. Una poesía más suburbial, más poligonoindustrial que urbana. Pero es también una poesía democrática en el sentido de que es una poesía para todos, que no está escrita para una élite de críticos custodios de un hermético código de símbolos, ni dirigida a catedráticos depositarios de las contraseñas semióticas necesarias para entrar en una supuesta verdad.
En los últimos libros de Vilas, a partir de El cielo, creo ver algo en sus poemas que me a mí gusta llamar “consumismo místico”. Aquí, las nuevas catedrales de este paganismo nuevo son Carrefour, Hipercor, Eroski, Ikea. El homo viator de este siglo XXI viaja, hace turismo o simplemente se despeña por este valle de lágrimas a bordo de un Renault, un Opel o un Peugeot. Rezamos a Santo Samsung, a San Carrier, a San Fujitsu para que los vientos nos sean propicios y nos hagan más llevadero el infierno (“Aire Nuestro”, título que remite a Jorge Guillén, se llama un poema del libro que en realidad es un padrenuestro pagano).
La vida de un hombre es la vida neumática de todos sus coches, la existencia doméstica de todos sus aparatos de aire acondicionado. Todo son marcas (y materialismo y dinero para quemar) porque el mundo es un enorme escaparate a escala natural. Y una de las virtudes de este libro es que ese escaparate descomunal cabe en apenas 60 páginas.
Internet y televisión nos acercan a dos palmos de los ojos los grandes fastos nacionales, el cambio climático, los desastres del Sida, las guerras y el dolor ajeno. La realidad, se nos dice, tiene una resolución de cinco millones de megapixels. Somos carne de píxel, queramos o no.
El poema en prosa es la modernidad, la libertad. Así lo intuyó quizás Baudelaire. Así lo sabe Manuel Vilas cuando asegura que un soneto, escrito hoy, es como un pasodoble y que un poema en prosa podría ser como “Sweet Jane”.
Desde los griegos antiguos hasta el Bowie glam de “Changes” siempre se ha dicho que los tiempos estaban cambiando. Una verdad de perogrullo, por supuesto. Yo puntualizaría hoy que son los géneros los que están mutando en la literatura española actual y este libro, desde esa perspectiva, puede enseñarnos muchas cosas. Ya lo decían, proféticos, Radio Futura: Ven a la escuela de "Calor".
Fantásticas tus palabras, Jesús, y volver a recordarlas ha sido un placer. Grande Vilas, Grande su "Calor".
ResponderEliminarBesos