lunes, 28 de febrero de 2011
Pintores de Holanda (Adam Zagajewski)
PINTORES DE HOLANDA
(POR ADAM ZAGAJEWSKI)
Las palanganas gravosas, pesadas de estaño.
Gruesas ventanas henchidas de luz.
Nubes plomizas, matéricas.
Vestidos como edredones. Ostras húmedas.
Las cosas son inmortales mas no nos sirven.
Los zuecos de madera, capaces de andar solos.
Las losas del suelo, que no se aburren nunca
y juegan con la luna al ajedrez a veces.
Una muchacha fea contempla una carta
escrita con tinta invisible.
¿Se trata de amor o de dinero?
Los manteles huelen a almidón y a moralidad.
La superficie no se une con la profundidad.
¿Misterio? No hay misterio, tan sólo el celeste
hospitalario, inquieto como el grito de la gaviota.
Una mujer se aplica en pelar una manzana.
Los niños sueñan con la vejez.
Alguien lee un libro (el libro es leído),
alguien duerme y se torna objeto cálido
que respira (como un acordeón).
Les gustaba habitar. Habitaban en todas partes,
en el respaldo de madera de una silla
y en el chorro de leche estrecho como el estrecho de Bering.
Las puertas abiertas de par en par, el viento amigo,
las escobas reposando tras un trabajo a conciencia.
Las casas descubiertas. La pintura de un país
que no tenía policía secreta.
Tan sólo en el rostro del jovencísimo Rembrandt
una sombra prematura se revela. ¿Por qué?
Decidme, pintores de Holanda, qué pasará
cuando la manzana sea pelada, cuando la seda se apague,
cuando se vuelvan fríos todos los colores.
Decidme qué es la oscuridad.
[Traducción al castellano de Elzbieta Bortkiewicz]
miércoles, 23 de febrero de 2011
Nuevo "Ex Libris"
sábado, 19 de febrero de 2011
Cita con Charles Wright
viernes, 18 de febrero de 2011
La Casa Roja
Más recatado, Antonio Méndez Rubio no trajo caja de pinturas; pero, como Juan Carlos, estuvo brillante y coherente.
martes, 15 de febrero de 2011
Reseña de "Adulto extranjero" (Martín López-Vega)
MUSEO INTERIOR
Claude Roy, poeta que siempre ha contado con el beneplácito del Martín López-Vega lector y muy a menudo con la complicidad del Martín López-Vega poeta (en el poema inaugural de Adulto extranjero incluso comparten unas cervezas), escribió que “el arte, antes de ser un placer, es una artimaña de guerra contra la muerte”. Nada que objetar a tal aseveración. ¿Qué es un museo sino una artimaña, un desesperado intento del hombre de preservar su memoria contra esa clase de muerte –no por callada menos dolorosa- que es el olvido?
En un intento de sortear esa fatalidad, la poesía de Martín López-Vega siempre ha sido (y es) un ejercicio de memorabilia sentimental teñida de un indiscutible halo metafísico, un recorrido por esos intimistas “Museos de las Heridas” -como el propio Martín los denominó en su libro anterior, Gajos (Pre-Textos, 2007)- o por esas salas de la conciencia colectiva donde se exhibe la vida humana, sus accidentes y sus incidentes, sus victorias y sus desastres.
¿Quién le iba a decir al poeta asturiano que la taquillera de uno de esos museos, tan recorridos por él a lo largo y ancho de la geografía, titularía su último libro? Pocas veces una etiqueta tan concisa y circunstancial conllevó una carga tan significativa, certera y dolorosa: la del ser humano circunscrito a las coordenadas Tiempo (Adulto) y Espacio (Extranjero).
“No viajo ya por huir de nada ni de mí, / tan sólo para poder así verme desde lejos”, dice uno de los poemas del libro. Es el suyo un viaje del entendimiento, de la comprensión de sus interioridades y de la manera de estar en el mundo. Un viaje siempre iniciático que va de la realidad más o menos determinista (“La tragedia, me repetía, no tiene mérito. Una vez / que decides algo, lo que sea, su mecanismo / se pone inexorablemente en marcha”) al deseo inaprensible: “camino siempre / de quien tengo que ser / a quien quiero ser”.
Uno cree que José Luis García Martín no exagera en absoluto cuando escribe de Martín López-Vega que “duerme con la maleta bajo la cama, siempre a punto para emprender un viaje a El Entrego, a Estrasburgo o al fin del mundo”. ¿Al fin del mundo? Esta afirmación, que pudiera pasar por mera frase hecha, o por hipérbole, no lo es tanto si tenemos en cuenta que, efectivamente, el autor lo hace (viajar “al fin del mundo”) en algunos poemas del libro: Si “D.F.” es la fotografía movida de una ciudad de México siempre al borde de un cataclismo natural o humano, “Hablan los cuerpos del Orto dei Fuggitivi” es la radiografía de una Pompeya arrasada en vida por las lavas del infierno. Pocos museos tan vívidos como éste y el de Auschwitz (“Birkenau en diciembre”) para profundizar en la tragedia que late en el fondo del destino humano. Pero ninguno tan cercano, por privado, como el fin de un mundo personal (el familiar, para ser más exactos) que refleja “Última lección”.
Esta terminación de los tiempos, esta consummatio saeculi, resulta del todo inabordable, inabarcable, si no es observada bajo el prisma de la poesía y del humor. Y ahí está “Expongo mis ideas sobre el fin del mundo” para fantasear sobre el fin del Imperio Humano de un manera tan moralmente gamberra como antropológicamente interesante. Que el poeta acuda a elementos escatológicos tan infrecuentes en la tradición poética (“heces”, “feto”, “vomitona”, etc…) no debería extrañar en absoluto si tenemos en cuenta que ésta, la escatología, debe comprenderse desde su acepción filosófica-religiosa además de la puramente fisiológica, puesto que escatología es también el estado de las cosas últimas del mundo y del hombre, del destino de la humanidad y del universo.
Es el humor puntual en algunos poemas, en efecto, una de las novedades que trae bajo el brazo este Adulto extranjero. Resulta algo chocante que éste no hubiera asomado antes con la decisión provocadora con que lo hace en poemas como en el citado “Expongo mis ideas sobre el fin del mundo” o en los dos que forman ese zapping bizarro, esa reductio ad absurdum que termina siendo “Leyendo el periódico en voz alta”: titulares de prensa que el autor, mediante el collage y la enumeración caótica –como un Robert L. Ripley puesto al día-, ha ido acumulando y coleccionando para su personal museo de lo descacharrante y de lo increíble. ¿Qué pensaría el filósofo Theodor W. Adorno de un titular tan definitivo como “Auschwitz necesita reformas”, él que consideraba que escribir poesía después del Holocausto era poco menos que un acto de barbarie?
Gusta en estos casos Martín López-Vega, como si jugara traviesamente con ese personal Aparelho Metafísico de Meditaçao que es la propia poesía, de dar cuenta del sinsentido de la vida cuando no de deconstruir, de subvertir el orden de las cosas. Pero en la mayoría de las ocasiones persigue denodadamente todo lo contrario: un centro di gravità permanente, un estado de armonía que permita reconciliarlo con el mundo, este mundo tan eminentemente material (“¡Alma! Menuda palabra / en el siglo del cuerpo”) en un tiempo “tan vulgar, alérgico a cualquier épica”.
Esto parece alcanzarlo en epifanías como “La Toilette” y en esos relámpagos de felicidad –casi siempre por vía de la experiencia amorosa- bajo los que el mundo parece estar bien hecho (“Sí / Creo en el Instante todopoderoso / Ese en el que no hay antónimo para / eudaimonía / kakodaimonía / atychía / athliotés”) y donde la parte del yo encaja en el todo como una pieza más.
Son estos poemas reconstrucción de uno mismo y de cuanto le rodea (como esas “Instrucciones para la elaboración de colores para la pintura” tan deudoras de aquella “receita para fazer o azul” de Nuno Júdice). Poemas (como “Contra el sentido”) que, partiendo de la experiencia vital y cotidiana, sortean con frescura el peligro de quedarse en mero asunto anecdótico para radiografiar un instante detenido en el tiempo. Textos que caminan en busca de una identidad poética (“Sítula de Vacê”) o que son en sí mismos disertaciones acerca de lo inefable en poesía (“Le métier du poète”). Poemas, al fin y al cabo, que consiguen –siquiera por un instante- ser la fe de erratas de un impreciso manual de instrucciones para entender y vivir la vida.
Reseña publicada en la revista Clarín
febrero de 2011