“Por mucho que madrugues, tu destino siempre se levanta una hora antes que tú”. Podría ser una cita extraída del western Dos hombres y un destino. O del Oedipus Rex de Sófocles o de cualquier otra tragedia griega, pero no. Según parece, es un proverbio africano; lo cual no es de extrañar visto que el destino del continente negro con frecuencia ha sido (y es) un negro destino.
Sin embargo, desde que una mañana Nietzsche anunciara la muerte de Dios y avisara a los forenses, aquí en Occidente hemos dejado de creer a pies juntillas en eso del destino. Nos atrevemos a dudar de que éste pueda estar escrito (¿por quién? ¿en qué idioma?) en las estrellas, en la palma de una mano o en los posos del té. El destino, ese cara o cruz que decidían los dioses ancestrales en las alturas, es algo que ya sólo hallamos impreso en los billetes de avión o de tren, en los letreros de las terminales de la estación o del aeropuerto.
Sin embargo, hoy no dejo de pensar en el refrán africano y en el destino. En cómo éste parece ser que se levanta por las mañanas más temprano que cualquier hijo de vecino, habida cuenta del trabajo a destajo que siempre tiene y las citas a las que ineludiblemente debe acudir.
El destino es, como se suele decir, un tío plasta, el eterno pesado de turno. Apenas llegas a los sitios, ya te está aguardando con cara de pocos amigos. Siempre tiene algo para ti: bueno o malo. Casi siempre malo. Porque al destino que nos depara cosas amables o dichosas lo llamamos la mayoría de las veces suerte y otras, las menos, justicia. Pero esto no siempre es así. Tenía un amigo en el instituto, mal estudiante, que minutos antes de comenzar un examen siempre deseaba: “Que Dios reparta suerte, que como reparta justicia…”. Así de negro debía levantarse su destino aquellas mañanas.
Como Schopenhauer, soy un poco de los que piensan que “el destino es el que baraja las cartas, pero nosotros los que las jugamos.” Para los que juegan en la liga de los redomados pesimistas y creen a pies juntillas en el destino ineludible, me imagino que éste les parecerá un defensa central imposible de driblar. Prueba a esquivarlo, a darle esquinazo y te pasará aquello que decía el poeta Jean de la Fontaine, que "a menudo encontramos nuestro destino por los caminos que tomamos para evitarlo." Tampoco podrás anticiparte a él porque, como ya hemos visto, “tu destino siempre se levanta una hora antes que tú.”
La madrugada del próximo 25 de octubre, ya entrado el domingo, Europa tiene previsto su cambio habitual de horario en invierno. Retrasaremos los relojes, como de costumbre en estas fechas, una hora. Es decir, a las 3:00 a.m. serán las 2:00 a.m.
Me pregunto qué ocurriría si, en el trasiego festivo y habitual de los sábados por la noche, después de unas copas de más, a mi destino (el mío propio) se le olvidara retrasar una hora todos sus relojes, incluido el despertador. Si errar es de humanos, ¿por qué no habría de errar también mi destino humano?
A la mañana siguiente nos levantaríamos los dos (mi destino y yo) a la par, sincronizados. Ignorante del cambio de hora, mi destino mudaría en desatino. Por una vez no lo encontraría esperándome desde hace una hora bien larga, emboscado en todos los sitios: en la panadería, en el quiosco, en la oficina, en la parada del bus, a la vuelta de una curva cerrada, en la sala de espera de un hospital, dentro del buzón... Quién sabe si, apretando yo el paso, incluso me adelantaría a él. En ese caso podría ver a mi propio destino caminar contrariado hacia mí. Sería yo el destino de mi propio destino.
Qué loca felicidad, qué extraña libertad: preceder despreocupado siempre al destino o, ya puestos a fabular, vivir sin él.
Sin embargo, desde que una mañana Nietzsche anunciara la muerte de Dios y avisara a los forenses, aquí en Occidente hemos dejado de creer a pies juntillas en eso del destino. Nos atrevemos a dudar de que éste pueda estar escrito (¿por quién? ¿en qué idioma?) en las estrellas, en la palma de una mano o en los posos del té. El destino, ese cara o cruz que decidían los dioses ancestrales en las alturas, es algo que ya sólo hallamos impreso en los billetes de avión o de tren, en los letreros de las terminales de la estación o del aeropuerto.
Sin embargo, hoy no dejo de pensar en el refrán africano y en el destino. En cómo éste parece ser que se levanta por las mañanas más temprano que cualquier hijo de vecino, habida cuenta del trabajo a destajo que siempre tiene y las citas a las que ineludiblemente debe acudir.
El destino es, como se suele decir, un tío plasta, el eterno pesado de turno. Apenas llegas a los sitios, ya te está aguardando con cara de pocos amigos. Siempre tiene algo para ti: bueno o malo. Casi siempre malo. Porque al destino que nos depara cosas amables o dichosas lo llamamos la mayoría de las veces suerte y otras, las menos, justicia. Pero esto no siempre es así. Tenía un amigo en el instituto, mal estudiante, que minutos antes de comenzar un examen siempre deseaba: “Que Dios reparta suerte, que como reparta justicia…”. Así de negro debía levantarse su destino aquellas mañanas.
Como Schopenhauer, soy un poco de los que piensan que “el destino es el que baraja las cartas, pero nosotros los que las jugamos.” Para los que juegan en la liga de los redomados pesimistas y creen a pies juntillas en el destino ineludible, me imagino que éste les parecerá un defensa central imposible de driblar. Prueba a esquivarlo, a darle esquinazo y te pasará aquello que decía el poeta Jean de la Fontaine, que "a menudo encontramos nuestro destino por los caminos que tomamos para evitarlo." Tampoco podrás anticiparte a él porque, como ya hemos visto, “tu destino siempre se levanta una hora antes que tú.”
La madrugada del próximo 25 de octubre, ya entrado el domingo, Europa tiene previsto su cambio habitual de horario en invierno. Retrasaremos los relojes, como de costumbre en estas fechas, una hora. Es decir, a las 3:00 a.m. serán las 2:00 a.m.
Me pregunto qué ocurriría si, en el trasiego festivo y habitual de los sábados por la noche, después de unas copas de más, a mi destino (el mío propio) se le olvidara retrasar una hora todos sus relojes, incluido el despertador. Si errar es de humanos, ¿por qué no habría de errar también mi destino humano?
A la mañana siguiente nos levantaríamos los dos (mi destino y yo) a la par, sincronizados. Ignorante del cambio de hora, mi destino mudaría en desatino. Por una vez no lo encontraría esperándome desde hace una hora bien larga, emboscado en todos los sitios: en la panadería, en el quiosco, en la oficina, en la parada del bus, a la vuelta de una curva cerrada, en la sala de espera de un hospital, dentro del buzón... Quién sabe si, apretando yo el paso, incluso me adelantaría a él. En ese caso podría ver a mi propio destino caminar contrariado hacia mí. Sería yo el destino de mi propio destino.
Qué loca felicidad, qué extraña libertad: preceder despreocupado siempre al destino o, ya puestos a fabular, vivir sin él.
Y Galeano diciendo que esa perra que siempre se aleja los dos pasos que damos para aproximarnos es la utopía...
ResponderEliminarComo si al destino pudiésemos invitarlo a una caña o llamarlo al móvil sin pillarlo comunicando con nuestros pasos futuros.
(un gusto leerte, like always)
sof
Y un gusto para mí leer tu comentario, Sofía. Un abrazo
ResponderEliminarme alegra saber que estás virtualmente comunicado...un abrazo.
ResponderEliminarComo determinista que me considero me ha interesado mucho tu artículo. Te abrazo.
ResponderEliminarGuinda.
En lo que respecta a las decisiones que tomamos, el destino lo llevamos escrito en algún lugar del cerebro...
ResponderEliminarPara actuar como nos gustaría hacerlo normalmente tendríamos que "ser" otra persona, aunque esa persona se pareciera mucho a nosotros. ¡Y a ver quien gana una partida de guiñote sin un sólo triunfo en la mano! Necesitaría de un contrincante aquiescente, y la vida por lo que sé, no lo es demasiado.
B.
Una casa bonita. Acogedora.
Fernando, Guinda, B.: Gracias a todos por las visitas y los comentarios.
ResponderEliminarQué bueno poder leerte!! Es siempre un placer!! Espero que todo vaya bien, Jesusico.
ResponderEliminarLullaby.
El banquero se afeitó la cabeza; cambió chaqueta, corbata y zapatos de tafilete por chupa de cuero negra, muñequeras con tachuelas, cinturón colgante y unos pitillos sujetos por botangas militares (un chivatazo le advirtió que la Muerte iría a visitarlo ese día a las 00:00). Se fue, aterrorizado, al lumpen de la ciudad, se metió en un local de billares envuelto en la humareda. La Muerte no faltó a su cita: a las 11:55 se asomó a ese local del lumpen y no encontró a su víctima; minuto a minuto revisó todas y cada una de las fisonomías sin dar con el banquero. A las 00:00 en punto tomó una decisión: "Como no ha venido el banquero, me llevaré a ese pelao de la chupa de cuero y muñequeras con tachuelas."
ResponderEliminarUn saludo Jesús, gracias por la invitación. Espero que coincidamos algún día que desde Barbastro no nos vemos.
ResponderEliminarUn abrazo.
Como siempre, maravilloso
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