DE LA VIOLENCIA A LA
REDENCIÓN: RITOS DE PASO
En
Autopsia, la fulgurante novela de
Miguel Serrano Larraz, hay un episodio germinal que parece anecdótico, pero que
de ningún modo lo es: el protagonista, homónimo del autor, sufre la agresión
gratuita de unos skinheads cuando vuelve
de comprar la trilogía amorosa de Pedro Salinas. En dicho episodio, patético
pero ciertamente muy simbólico, el protagonista intenta en vano repeler la violencia
oponiendo, a modo de escudo protector, la cultura (el libro de Pedro Salinas).
A raíz de aquello, Miguel Serrano personaje escribe un poema con el título El día que me pegaron los skinheads y es
premiado, tal cual, en un concurso literario. Acude a la entrega de premios y,
en el momento del discurso, sólo es capaz de declarar: “Creo que la poesía
todavía puede salvarnos”. Si la novela fuera una televisiva serie de humor,
evidentemente aquí se escucharían risas enlatadas.
Fuera
de esta escena tan reveladora, la novela es un compendio de temáticas inherentes
a la consecución de una madurez personal: los ritos de paso de la infancia a la
edad adulta (con la paternidad cerrando un círculo), la filiación y la
pertenencia al grupo (ejemplarizado en las tribus urbanas, las diferencias de
clase y las redes sociales), etc… Pero Autopsia
es, antes que nada, la confesión de unos actos dolosos, los que el protagonista
infringe a una compañera de colegio. Esa confesión lleva implícita una fuerte
carga de penitencia: de alguna manera, el protagonista de Autopsia desea purgar su culpa y aguarda (busca) un castigo.
Resulta
muy esclarecedor que la primera parte de la novela lleve por título “Nombrar”.
Muchos personajes de Autopsia están
basados en personajes reales de carne y hueso, pero, con acertado criterio, se
les ha cambiado los nombres. El nombre del protagonista, sin embargo, permanece
tal cual: Miguel Serrano. Es parte de esa penitencia autoimpuesta, de esa
exhibición del alma ante la mirada inquisidora del lector. Por si fuera poco,
la novela está narrada en primera persona, con lo que difícilmente se podrá pedir
menos distancia entre autor, narrador y protagonista. Si este libro asume
varios riesgos, uno de ellos, indudablemente, es ese: el de ofrecer un informe,
una disección, una autopsia sentimental de un pasado propio con visos de
veracidad (en cuanto a verosimilitud, Autopsia
pisa en todo momento el terreno de la nueva novela realista).
La
novela, aunque no propone un código moral, es una atenta reflexión sobre la inocencia y la culpa, la piedad y la
venganza. Y existe también, en cierta manera, una desmitificación de la
infancia como paraíso perdido, la constatación de que la inocencia no nos
redime de la culpa ni del daño infringido.
De
entre los innumerables personajes que desfilan por el libro (Fonzo, Ochaíta, Laura
Buey, Beatriz, Ana, la familia, etc…), dos de ellos parecen tener un peso específico
en la educación sentimental de Miguel Serrano protagonista: Hans Castorp y
Mensajero.
En
un episodio que homenajea a Thomas Bernhard, Mensajero, el personaje más desengañado
y caustico del libro, se muestra dolorosamente crítico con lo deleznable que el
ser humano puede llegar a ser, sobre todo cuando actúa de manera gregaria. Ve
en la ignorancia el origen de la maldad y la violencia del hombre, constata la
soledad del ser humano y su imposibilidad de comunicarse con quienes le rodean,
examina la incapacidad humana para sustraerse a sus propias obcecaciones y
limitaciones.
Por
el contrario, Hans Castorp (nombre “tomado prestado” de La montaña mágica, de Thomas Mann) es el personaje más desmedido del
libro, al que el autor ha conferido una sabia carga iconoclasta y, por
momentos, delirante. Entre las muchas y variopintas ocupaciones de Hans, está
la de ser un atípico dj: su oficio consiste en servirse de las experiencias
culturales de otros, en refundir ideas ajenas y reinterpretarlas, en usurpar
los mitos modernos de la cultura pop. Se trata, en definitiva, de un vampirismo
ilustrado.
El
narrador de la novela, como buen dj literario, recurre también a ese vampirismo ilustrado, apropiándose de citas y
sampleados literarios: están en Autopsia
el Fernando Pessoa de El libro del
desasosiego, los dos Thomas (Bernhard y Mann), el Scott Fitzgerald de El Gran Gatsby e incluso Quevedo.
Hans
y Mensajero hacen gala de un cierto paternalismo con respecto al protagonista,
se erigen en depositarios de un criterio maestro que pueda ser válido para
todo, incluido los sentimientos. De alguna manera, se convierten en los
moldeadores de su educación sentimental y, juntos los tres, forman una tríada
inconformista: son personajes que en el fondo se niegan, por decirlo de algún
modo, a participar en el gran juego de los convencionalismos donde nadie les ha
explicado las reglas.
En
lo formal, la novela de Serrano revela perfectamente los estados de crisis (de conciencia,
de relaciones, de identidad) por las que pasa el protagonista. Paralela a una
dislocación moral hay una dislocación formal, un orden narrativo propio que arranca
de una incomodidad íntima y, en consecuencia, busca la representación de las
perplejidades. Es una manera de narrar repleta de feedbacks, de repeticiones, de continuos paréntesis explicativos, de
oraciones encadenadas y a menudo disyuntivas para crear, con todo ello, una
realidad múltiple, casi cubista.
La
Zaragoza de los años 90 que aparece en Autopsia
es, además de un escenario geográfico, un estado de ánimo cuya rememoración nada
debe a la nostalgia y sí a un claro ajuste de cuentas con el pasado. Ajuste de
cuentas con el pasado y con la misma sociedad: la escuela, esa expresión de sociedad
embrionaria, parece correr el riesgo de asumir un sistema de valores dominante en
el mundo brutal de los adultos, donde el individuo no puede permanecer neutral y
ajeno y ya sólo puede ser o acosador o acosado, víctima o verdugo.
Uno
de los aspectos más reseñables de esta gran novela generacional es que da una nueva
visión más enriquecedora de la violencia al ser tratada desde el punto de vista
del acosador (un acosador arrepentido) y no desde la perspectiva victimista del
acosado, lo que, en buena parte, otorga otros matices y elude todo riesgo de
maniqueísmo simplista.
El narrador que vimos en Órbita (libro de relatos publicado también en Candaya, 2009) aquí ha
crecido desorbitadamente (perdóneseme la redundancia) y es ya una ineludible
referencia nacional. Su escritura ha ganado en complejidad, en técnica, en desarrollo
narrativo. Miguel Serrano Larraz, además de ser poeta (La sección rítmica, Insultus
morbi primus), demuestra sobradamente con Autopsia que es un narrador de altura, con un estilo muy trabajado,
potente y personal, un novelista de raza cuyo sólo nombre en las cubiertas de los
libros va camino de convertirse en toda una garantía, en una marca de calidad
para el difícil oficio de narrar.
Jesús Jiménez Domínguez
Reseña publicada en la revista Turia, nº 109-110, págs. 414-416.