La casa
amarilla
Julio Espinosa
Pre-Textos, 2013
Decía Jorge Luis Borges que “somos nuestra
memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de
espejos rotos”. Innumerables son los autores que, a lo largo de la historia,
han cimentado toda su arquitectura poética sobre esa memoria fundacional, hasta
el punto de definir la poesía como “el arte de la memoria ante la perspectiva
de la muerte” (Antonio Gamoneda). Aunque inexacta o falible,
la memoria es la única máquina del tiempo de que disponemos para remontarnos
hasta los días lejanos y luminosos de la infancia. Si viajamos con frecuencia a
ese paraíso perdido es acaso porque, como Leopoldo María Panero creía entender,
“en la
infancia vivimos y luego sobrevivimos”. Sin detenerme a evaluar el alcance de
tal afirmación, uno se atreve a asegurar que la memoria es, con todo, una herramienta de supervivencia.
Felizmente
galardonado con el Premio “Villa de Cox” y editado por Pre-Textos, La casa amarilla de Julio Espinosa
Guerra es un impecable y delicado viaje en el tiempo por los terrenos
pantanosos del olvido. Su objetivo último no es otro que el rescate de la
memoria familiar. En consecuencia, su poesía tiene más visos de reconocimiento
que de conocimiento. Reconocimiento póstumo de la figura del padre y memoria
instrumental del
autor para inmortalizarla: “Porque el más bello muerto es el que sigue
respirando en la arruga de un papel”.
El poeta circunscribe esa memoria a un
territorio, a un hogar, a esa “casa amarilla”. Sin embargo, los hechos que se
vislumbran en ese espacio cuasi mitológico aparecen fragmentados en sensaciones
sueltas, en detalles deshilachados que no permiten componer una escena total ni
parecen remitir a un contexto totalizador. ¿Por qué? Quizás porque, como apunta
Sergio Gaspar en la cita inaugural del libro,
“vivimos todo pero contamos sus fragmentos”.
Más
fragmentos del espejo roto: “Es 1979. Tengo cinco años. No entiendo muy bien lo
que ocurre, pero algo ocurre”. Una sombra desasosegante y omnipresente parece
recorrer todo el poemario, amenazando con sofocar la luz protectora del hogar.
Uno de los aciertos del libro es justamente ese: no atribuirle forma concreta a
esa amenaza, no ponerle cara ni nombre al monstruo de la opresión dictatorial.
Como sabe bien cualquier gran maestro del género de terror, el miedo sin rostro
es un miedo todavía más atroz y penetrante.
No voy a descubrir nada nuevo si afirmo que el
amarillo tiene en el libro de Julio Espinosa una obvia carga simbólica: es el
color de la luz, del entendimiento, de la memoria, de las viejas fotografías que
palidecen. Pero también es el color de la fiebre, del poder y de la ira. Porque
la casa amarilla podría ser igualmente una Chile manchada por la bilis y las
luces inquisidoras de los helicópteros militares que sobrevuelan los recuerdos
del autor.
En medio de esa atmósfera inquietante, la figura
del padre se alza siempre tierna y apaciguadora: el padre es el sosiego y la
armonía frente a la furia y la desproporción de la dictadura militar. Es la
paciencia personificada, esa presencia que talla figuras, que construye y que
escribe en contraposición a una barbarie colectiva que oprime, devasta y
destruye.
El régimen dictatorial que le tocó vivir tempranamente
a nuestro autor se había servido del olvido para deshabilitar la memoria
histórica y reescribir el pasado reciente. De alguna manera, con este poemario,
Julio torna a reescribir ya no la historia de un país, sino la intrahistoria de
una familia, sus pequeños gestos cotidianos. Es decir, la historia de las
gentes “sin historia” y que sirve de “decorado” a la Historia con mayúscula. Y
lo hace en un tiempo verbal que resulta muy sintomático: el presente, puesto
que el presente resulta cercano y vivaz como el recuerdo subjetivamente lo es.
“La pelota que arrojé cuando jugaba en el parque aún no ha tocado el suelo”,
escribió Dylan Thomas. O lo que es lo mismo, pero trasvasado al mundo personal
de Julio Espinosa: “las
pequeñas uvas rosadas siguen creciendo en mi memoria”, “la bicicleta sigue
estrellándose en el limonero”, “y
la piedra que voló para quitarle de una sola vez los dientes de leche a Carlos,
sigue suspendida en el aire, zumbando”.
En La casa
amarilla volvemos a redescubrir los pequeños tesoros cotidianos de la ya
lejana geografía familiar: texturas, colores, olores, sabores. Todo se huele,
se palpa y se degusta. Escribe el poeta: “todo es claro cuando vemos con los
ojos del asombro”. Recuperar esa mirada asombrada de entonces, pero desde la
experiencia y la madurez de hoy, ha sido el gran desafío inicial de este libro,
todo un reto cumplido.
Ahora bien, si los anteriores libros de Julio (NN y Sintaxis
asfalto) estaban recorridos por una inquietud acerca del lenguaje y del
propio acto de escribir, en La casa
amarilla esta preocupación apenas se vislumbra en la última parte del
libro: “Un poema es un lugar y ese lugar, que suele ser una casa con su puerta,
su recibidor, sus habitaciones, sus pasillos, basta para volver a ver a los
ojos a los seres amados, que ya no viven más que en los recovecos de otra casa
llena de bifurcaciones: no la memoria, sino su plagio”.
Acaso Julio Espinosa nos ofrece su mejor
poemario hasta la fecha. Con toda seguridad es el más intimista, el más cálido,
el más próximo al lector. Su prosa poética (tan rica en matices e imágenes
plásticas, tan arropada por un ritmo arrullador y cuidadamente estudiado) nos
invita a observar la vida como lo que es: un regalo sagrado que no puede ni
debe ser arrebatado por la fuerza de los hombres más allá de la fuerza telúrica
y mágica de la naturaleza.
JESÚS JIMÉNEZ DOMÍNGUEZ
Revista Clarín, nº 108. Noviembre-Diciembre de 2013.
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