sábado, 9 de abril de 2011

Alexandra van de Kamp entrevista a Billy Collins



Billy Collins es un poeta que destila en sus versos un profundo sentido del humor, lo cual no es más que una muy sumaria introducción a los múltiples talentos que alberga este autor. Incisivo y encantadoramente impredecible, su poesía capta implacablemente un universo tan frecuentemente nada agradable. Collins es un lector voraz y en su poesía abundan los personajes y las resonancias históricas. Sus poemas, inteligentes y lúcidos, están a caballo entre un amor diáfano por el mundo y un saludable escepticismo del mundo. Saturados de imágenes poderosas y originales, sorprenden al lector en todos sus dobleces y en todas sus esquinas, cinceladas con un lenguaje muy rico y una imaginación generosa.

Collins es autor de seis libros de poesía, entre los que destacan Picnic, Lightning; The Art of Drowning; y Questions about Angels, que fue seleccionado para la prestigiosa Serie Nacional de Poesía. Este otoño la editorial Random House publicará un libro de poemas escogidos, Sailing Alone Around the Room. Asimismo sus inteligentes e incisivos poemas se pueden encontrar en las páginas de las mejores revistas literarias de Estados Unidos, tales como Poetry, American Poetry Review y Paris Review. Billy Collins ha recibido numerosos galardones, así como el reconocimiento de la Fundación Nacional para las Artes y la Fundación Guggenheim. Actualmente es profesor en el Lehman College de la Universidad de la Ciudad de Nueva York.

En junio del 2001, Collins fue nombrado “Poet Laureate” de los Estados Unidos.


ALEXANDRA VAN DE KAMP: Antes mencionó que para usted sus poemas son vehículos que le permiten al lector viajar hasta los lugares más insospechados. Incluso describe que el proceso que sigue para crear sus poemas es como una especie de viaje, de odisea. ¿Podría darnos más detalles?

BILLY COLLINS: Cuando digo que la poesía es la forma más ancestral de narrativa sobre viajes me estoy refiriendo tanto a los viajes geográficos como a los de la imaginación, claro está.

Al igual que Borges, quien se autodenominaba como “lector hedonista”, a mi también me gusta leer por placer. Y uno de los placeres más exquisitos que ofrece la poesía es el de viajar desde un lugar a otro de nuestra mente, frecuentemente desde un lugar que existe en la realidad a otro que sólo existe en la imaginación, especialmente si éste último no existía antes del nacimiento del poema.

No todos los poemas buscan esta capacidad de transporte, pero eso es lo que yo valoro más. Bueno, en realidad no es que yo juzgue los poemas cuando los leo. Tan sólo busco evadirme a algún sitio. Cualquier sitio. Algunas poesías despegan y te llevan a terrenos completamente nuevos, mientras que otras ni siquiera salen del hangar. El viajar también sirve para aliviar el sopor que nos apodera al escribir. Cuando comienzo a componer un poema, siempre busco un camino perdido, una válvula de escape que me permita abandonar esa primera parte del poema—que es sólamente un cebo, una excusa para disponer el escenario—y viajar a algún destino desconocido.

¿Qué papel han jugado los viajes geográficos en su vida poética?

Lo cierto es que la influencia directa de mis viajes en mis trabajos es relativamente poca. Lo que quiero decir es que, por ejemplo, cuando vuelvo de un viaje por Italia no tengo un interés especial en escribir sobre Italia. Puede ocurrir que algo que haya visto durante el viaje resurja más tarde, de manera inesperada, en un poema, pero no de una manera preconcebida. Uno de mis recuerdos de cuando estuve en España—la Costa del Sol—, allá por mi juventud, es el de un burro atado a un poste rebuznando bajo el Sol. Pues bien, veinte años más tarde, el animal apareció en un poema que escribí que no trataba ni de España, ni de burros.

Muchos de los viajes que hago ahora vienen dados por mis obligaciones como poeta; haciendo presentaciones, dirigiendo seminarios, cosas así. No son viajes que inspiren demasiado a escribir. Lo único que me apetece hacer en estos casos es ponerme delante de la televisión a ver lo más aburrido que pongan. Busco el peor programa en antena y lo miro hasta que caigo dormido.

Estoy completamente de acuerdo con Emily Dickinson, quien escribió varios poemas en los que decía que no hace falta viajar para escribir—aunque ella, por supuesto, ejemplificó su teoría de forma extrema—. Cuando mejor escribo es cuando estoy en casa, y generalmente sobre temas de casa. Después de todo, el título de mi última colección de poemas selectos es Sailing Alone Around the Room.

Esa sensación de hogar, de apego a los espacios en que vivimos cada día, parece jugar un papel clave en el paisaje que dibujan sus poemas. ¿Nos puede decir algo de cómo las ideas de “retiro” y “lugar” han influido en su trabajo?

Utilizando un símil de negocios, para que una tienda tenga éxito tiene que estar emplazada en un buen lugar. Bueno, pues lo mismo ocurre con la poesía. El secreto de un poema radica en su situación. Esto nos lleva a la explicación del poema entendido como vehículo para viajar. Si la poesía nace para trasladar al lector a “Otro” lugar, necesariamente debe nacer en “Algún” lugar. Para mí ese sitio es “Aquí”, el espacio en que escribo, que es normalmente mi casa. Los poemas que comienzan con una sensación de pertenencia a un lugar tienen un destino al que llegar. A propósito, cuando hablo de “sensación de pertenencia a un lugar” no me refiero a ese concepto de pertenencia regional que los escritores del Sur de Estados Unidos siguen abrazando. El lugar del que hablo puede ser, perfectamente, el lugar donde se desarolla la composición, esta mesa, el camino por el que ando. Estos poemas son una especie de poemas ocasionales, esto es, comienzan con el establecimiento de un escenario, una coartada para el puro acto de la composición literaria.

Creo que esto se inició con los románticos; la imagen del poeta inscrito en un paisaje adecuado. Pero Coleridge puede encontrarse en un interior, como en “Helada a medianoche”, o en su jardín, como en “This Lime-Tree Bower My Prison”. Este poema se inicia con las palabras “Bien, se han ido, y yo debo permanecer aquí”. El “aquí” de ese verso expresa una idea novedosa en la poesía de aquella época (siglo XVIII). Coleridge es un poeta del domicilio. Una vez alguien me acusó de ser un “poeta naturalista de interiores”. Pues vale, si eso es un crimen, me declaro culpable.

En mi opinión, esa sensación de pertenencia a un lugar concreto está en relación con una especie de conexión entre la retirada y la creatividad. Cuando se organiza un taller de literatura parece que se quiere indicar que el escribir es una actividad social. Sin embargo, me gustaría mencionar a Gaston Bachelard y a lo que él llama “espacio mágico” un lugar repleto de rincones ocultos donde los niños juegan al escondite, formando su capacidad para imaginar. Lo único que han hecho los poetas y otros seres creativos es emerger desde esos rincones con su imaginación intacta y seguir las nubes preñadas de gloria fantástica. Espero que todo esto no suene demasiado pomposo.

Ha mencionado a Coleridge. En otras entrevistas usted ha hecho referencia a la influencia de Keats en el proceso de maduración de su estilo. También ha destacado el efecto que tuvieron los Beats en el inicio de su carrera literaria.

Hablar de “influencias” siempre me agobia un poco. Danilo Kis solía decir que cuando se le pregunta a un escritor cúales han sido sus influencias, de alguna manera le estamos tratando como a un bebé que ha sido abandonado en un cesto junto a las escaleras de un convento. Queremos saber quiénes son sus padres.

Creo que si los escritores fueran conscientes de todo aquello que sirve de influencia en sus obras, les ocurriría lo de aquel ciempiés que se cayó cuando comenzó a pensar en cómo era posible que sus patas se movieran sincronizadamente. La consciencia de ello resultaría paralizante. Además, hablar de nuestras influencias no es muy fiable porque tenemos tendencia a inventárnoslas, de la misma manera que, en algún momento de nuestras vidas, nos inventamos a nuestros padres. Nos inventamos todo nuestro pasado.

Pero también hay momentos. Por ejemplo, en la época de gloria de los Beatniks yo era un mozuelo bastante impresionable, y me empapé de Kerouac, Ginsberg, Ferlinghetti (Coney Island de la mente—todavía un título adecuado—) Gregory Corso y otros. Recuerdo un verano que pasé en París a comienzos de los 60. Solía merodear, con bastante timidez, por cierto, cerca del ambiente que se formaba en el Boul Mich, como ellos lo llamaban. Me llegué a sentar a la misma mesa que Corso y otros de ellos; incluso me hice amigo de una chica americana llamada Ann Campbell, a quien la revista Realities había denominado como “reina de los Beatniks” (veamos, ¿entonces yo qué era?). Bueno, pues sobre todo, yo era un estudiante de clase media que iba a un instituto de curas y que fantaseaba con robar un coche y largarme a todo trapo a Denver. Y probablemente lo habría hecho; pero desgraciadamente no pude conseguir ninguna de esas pastillas especiales para conducir que tenía Neal Cassidy. Además siempre había algún examen para el que estudiar, o algún ensayo de la banda de música al que tenía que acudir.

Quizás una influencia más constructiva fue la que llegó de la mano de un pequeño libro de la editorial Penguin—todavía lo conservo—titulado The New Poetry. Estaba editado por A. Alvarez. Fue la primera vez que llegaban a mis ojos poetas como Thom Gunn, Ted Hughes, Philip Larkin, Charles Tomlinson y otros. Siempre llevé el libro conmigo a todos los colegios a que fui a estudiar. Me encantaba la claridad y la simplicidad del lenguaje, cargado de ironía. Por ejemplo, había versos como estos:

El viento sopló durante todo mi día de bodas,
Y mi noche de bodas fue la noche del fuerte viento

No sabía si Larkin estaba bromeando o no, y lo cierto es que prefería no saberlo. Diría que, idealmente, mis poemas contienen ese mismo tono de equilibrio entre la profundidad y la ironía. Eso es algo bastante difícil de conseguir, ya que la tendencia es a irse a un extremo o al otro y acabar escribiendo poemas cursis, demasiado “hábiles” o muy serios. En ese mismo libro encontré la poesía desnuda de Lowell; también descubrí a Thom Gunn y sus poemas sobre moteros y Elvis Presley. En aquel entonces me pasaba el tiempo escuchando a Elvis, pero nunca imaginé que se podía escribir un poema sobre él. Yo era prisionero de un pensamiento muy tradicional y estos poetas me enseñaron la manera de escaparme de él.

La pregunta sobre las influencias abre la puerta a lo demás. Podría seguir, pero cuando alguien me pregunta si hay una Influencia Principal en mi obra, me he acostumbrado a decir “Coleridge”. ¿Y por qué no? El primer contacto que la mayoría de nosotros tiene con Coleridge es a través de sus “poesías misteriosas”, esos poemas oníricos que nos llevan de viaje, como “La balada del viejo marinero”, o que nos transportan a paisajes de ensueño, como “Kubla Khan”. Una de las razones por las que a Coleridge le gustaba recorrer el estado de los sueños era que le permitía concentrarse completamente en una sóla cosa en cada momento. Solía comentar que en los sueños nunca se encontraba pensando en una cosa a la vez que miraba otra, algo que casi siempre hacía cuando estaba despierto.

Pero los poemas a los que me refiero son los llamados “poemas de conversación”, como “Helada a medianoche”, “El arpa eólica”, y mi favorito, “This Lime-Tree Bower My Prison”. Estos poemas contienen elementos fascinantes, como los cambios en su proceso de meditación, que va desde el paisaje exterior (o el de la habitación) hacia su interior, a través de la memoria, y luego pasa a otras zonas de especulación fantástica. La extensión de sus versos era una fórmula perfecta para hacer encajar esa gran variedad de reflexiones. De ellos aprendí a escribir poemas más largos, con más capacidad, y a confiar en los cambios de mi mente. Richard Hugo habla sobre esto, sobre la necesidad de tener fe en nuestro próximo pensamiento, simplemente porque no es de nadie más; es sólo nuestro. Ten fe en el proceso. Aquí llega otro pensamiento. Escríbelo.

Estos poemas de Coleridge comienzan de una manera muy casual, ligera, pero poco a poco se elevan hasta lo profundo. Se puede decir que ejemplifican perfectamente aquel consejo que diera Stephen Dobyns, esto es: si logras que el lector acepte algo sencillo al comienzo, luego será más fácil que acepte algo más complejo a medida que el poema avanza. La verdad es que yo no tengo mucha paciencia con los poemas que empiezan con alguna idea extremadamente complicada. Es mejor empezar como “Hot Cross Buns” y acabar como Debussy.

Por supuesto, llega un momento en que uno comienza a escoger deliberadamente sus influencias. Lees con la idea de que lo que estás leyendo te va a afectar. Ahora estoy leyendo a Max Jacob. Durante un tiempo compartió piso con Picasso. Imagínatelo diciendo: “Quiero que conozcas a mi compañero de piso, Pablo”. Jacob murió a manos de los nazis, o lo dejaron morir de neumonía en una estación. Lo estoy leyendo con el propósito de que se me pegue su influencia. O quizás lo único que quiero es apropiarme de sus “jugadas”; traducir su lenguaje al mío.

Su poesía contemporánea sobre jazz es de lo mejor que se ha escrito. ¿Puede decirnos algo sobre su relación con la música?

Hace mucho tiempo, durante mi adolescencia, mis padres solían enviarme a Canadá durante el verano, a trabajar en la granja de mi tío John acarreando heno, y a podar el césped de un hotel que tenía a la orilla del lago Simcoe, en Ontario. Un día, cuando estaba podando la hierba, se acercó al muelle una lancha motora. Iban dos parejas de modernillos. Amarraron la embarcación, pusieron en marcha un tocadiscos, se prepararon unas copas y se tumbaron en la plataforma del muelle a tomar el sol y a escuchar el concierto de Benny Goodman en el Carnegie Hall (aunque yo entonces no tuviera ni idea). Aquella fue la primera vez que oí jazz. Estamos hablando de 1954.

Una de las chicas era guapísima, y me enamoré de ella sin intercambiar una palabra. También me enamoré del jazz. Fue entonces cuando decidí dedicar mi vida a convertirme en alguien como su novio. Desde entonces no he parado de escuchar. Hace poco empecé a tomar clases de piano. Soy capaz de tocar algunos temas clásicos y algo de blues. Pero si hay alguien en la sala no me sale nada.

En cuanto a la influencia del jazz en mi trabajo, para mi el jazz es parte del ambiente en el que vivo. Es la parte que puedo controlar. Escribo sobre jazz como si escribiera sobre el tiempo. Es una parte del entorno que a veces se convierte en protagonista. A la gente le gusta hacer comparaciones entre la improvisación en el jazz y la improvisación en parte de la poesía contemporánea. Creo que merece la pena decir algo sobre esto. Yo intento escribir de una sentada para que la espontaneidad del momento no se pierda. Pero seamos serios, el poeta puede volver atrás y tachar lo que ha escrito, mientras que para el trompetista que está en un escenario es imposible.

¿Cómo describiría usted el estado actual de la poesía norteamericana a un extranjero que no esté muy al corriente de ella? ¿Cuáles son, en su opinión, sus barreras y sus posibilidades?

Durante los últimos veinte años, y llegando hast nuestros días, la escena poética de EE.UU. viene mostrando un gran dinamismo. Si usted coge un volumen reciente de The Best American Poetry (La mejor poesía norteamericana) y lee la introducción, puede darse cuenta de que la actividad poética ha aumentado. Por ejemplo, las lecturas abiertas de poesía, algo que antes estaba limitado a las élites, ahora se dan por todas partes, casi tan a menudo como las reuniones de Alcohólicos Anónimos. El lugar predilecto suele ser la biblioteca local, y no el sótano de la iglesia. Nuestro primer instinto es el de aplaudir este aumento de la actividad cultural. Me parece bien; pero lo que generalmente no se comenta es que la mayoría de los que acuden a estos eventos son poetas. Sus motivos, por tanto, no son totalmente desinteresados. Algunas veces acuden a las lecturas para presentarse al poeta, y no a escucharlo. Luego le pasan sobre con una nota que empieza: “Comprendo que debe de estar muy ocupado…”.

Mucha gente acude a las lecturas de poesía para leer sus poemas cuando se abre el micrófono a la audiencia. Luego resulta que están demasiado ocupados dándole los últimos toques a sus poemas como para escuchar al poeta invitado. En otras palabras, la buena noticia es que el público interesado en la poesía ha crecido de una manera impresionante a la vez que el género poético ha comenzado a acaparar mayor atención y respeto en Estados Unidos. La mala noticia, por otro lado, es que se ha creado una especie de circuito cerrado en el que el público interesado en poesía son sólo otros poetas. Es como ir a un concierto y descubrir que todo el mundo en la audiencia tiene un estuche de violín sobre las rodillas.

Por eso me produce gran satisfacción cuando oigo que a alguien que generalmente no lee poesía —y que no escribe, tampoco— le gustan mis poemas. Joyce Carol Oates dijo que la cantidad de gente que lee poesía es aproximadamente la misma que escribe. Yo diría que es un poco menos que porque hay gente que escribe poesía pero que no tiene ningún interés en leerla. Extraño pero cierto.

Gran parte de esa sensación de ironía y sorpresa que se da en sus poemas puede nacer del aprecio por lo mundano, por las cosas cercanas a nosotros. A menudo eso ocurre después de que el poema ha invocado lugares y personajes más dramáticos y exóticos. En “Death of Allegory” (La muerte de la alegoría) usted yuxtapone “esas abstracciones importantes” del pasado con “los binoculares negros y un billetero,/justo loque preferimos ahora,/objetos que descansan en silencio sobre una linea en minúsculas,/ ellos y nadie más”. Usted recurre con frecuencia a esta contraposición entre el pasado y los humildes artefactos del presente. ¿Nos puede decir algo de esto?

A la poesía le costó mucho tiempo aceptar lo mundano, la vida de cada día, y ahora dedica una gran cantidad de energía a celebrarlo. Al mencionar las simples cosas que se encuentran a nuestro alrededor, intento evocar una imagen del mundo sin ningún tipo de maquillaje, algo así como una presentación del mundo en estilo haiku , sin la ayuda “dopante” de las metáforas. Creo que uno de los recursos que se repite en mis poemas es lo que yo llamaría “deflación irónica’. Me valgo de los más sencillos detalles —un perro dormido en el suelo, un pájaro que sale por una ventana— para rebelarme contra la tradición literaria más grandilocuente. O sea, Milton ya se murió, pero el perro sigue respirando a mi lado. En la tradición japonesa del haiku el presente lo es todo. No hay nada fuera de él, excepto dos abismos, uno a cada lado. Si un momento particular está lleno de un cerezo en flor y un jirón de luna, la sola mención de esto (en las 17 sílabas de un haiku) signfica celebrar el hecho de tu existencia, de que eres la única persona en el Universo que ocupa esas coordenadas concretas de espacio y tiempo.

Vivimos en tiempos sin mayúsculas. La alegoría ha muerto. Ya no se puede empezar un poema con la Caridad, eso sin hablar de la Castidad, la más muerta de todas las virtudes. Debajo de esta nueva actitud poética está la asuncióin de que las cosas que nos rodean —los árboles, por ejemplo, pero también una escoba o un cubito de hielo— pueden encerrar pistas de lo que guarda una realidad mucho más amplia; nos pueden abrir la puerta a una dimensión espiritual, o por lo menos, abstracta. Emerson lo llamó “el lenguage hablado de las cosas”, la capacidad del mundo material para enseñarmos a trascenderlo. William Carlos Williams limpió la mesa para que encima de ella hubiera sólo un simple objeto. Y Charles Simic presenta los objetos del mundo (escoba, cristalera) de manera que todo el significado histórico y arquetípico de ese objeto queda recogido en un breve momento. Cuando dirijo talleres de trabajo, suelo pedir a los poetas participantes que eliminen todos los modificadores y vean lo que les queda. A menudo, lo que queda es más. El adjetivo puede resultar ser un parásito que se alimenta del sustantivo y, a la larga, lo mata. No nay nada como un buen sustantivo manteniéndose por sí mismo. Copa. Sombrero. Hueso. Cada uno cuenta una larga historia. “Silla” es una épica.

Además, empezar de manera sencilla es una forma de establecer la autoridad en un poema. Si te digo que esta noche estoy escuchando cómo la lluvia golpea la ventana de mi habitación, lo aceptas si problemas. ¿Por qué no? Pero si empiezo un poema diciendo…por ejemplo…que la miseria es una serpiente que se enrosca alrededor del cuello del cosmos, puedes poner en duda a quién es que estás escuchando, y por qué. No es ningún secreto. Todos los cantantes lo saben: empieza suave, acaba fuerte.

En sus trabajos generalmente se percibe una clara preocupación por el lector. The Art of Drowning (El arte de ahogarse) se inicia con el poema “Dear Reader” (Querido lector) y acaba con “Some Final Words” (Unas palabras finales). Su último libro Picnic, Lightning (Picnic, rayos) comienza con “A Portrait of the Reader with a Bowl of Cereal” (Retrato de un lector con un tazón de cereales). Aquí hay algunos trazos maravillosos de aquellos viejos poemas épicos, cuyos prólogos convocaban la inspiración de las musas. También me recuerda a los narradores de las obras Isabelinas, que solían hablar con la audiencia al inicio y a la conclusión de la actuación. ¿Cree usted que la invocación al lector/musa que hace en las páginas iniciales y finales de us libros representa una versión moderna de esta tradición? ¿O hay algún otro motivo para la manera en que organiza sus poemas?

Haces que parezca algo premeditado de manera muy inteligente. No tengo otra alternativa que aceptar la verdad de todo lo que dices. Yo soy una persona muy pendiente de mis lectores, quizás porque estoy cansado de leer poemas que parecen ignorar al lector. Cuando escribo siento que estoy hablando a un lector/oyente, así que una gran parte de mi esfuerzo va encaminado a hacer que el poema sea claro. A colocar sus elementos en la secuencia correcta, de modo que se pueda seguir fácilmente. No sólo fácil, sino fácil de seguir porque el poema va hacia algún lugar, y quiero que el lector me acompañe para compartir las sorpresas que nos depare el viaje. Intento inicial el poema en un terreno común, una manera de reunir un pequeño grupo alrededor de la hoguera del poema. A partir de ahí, el “guía Collins” se pondrá a contar algunas historias de miedo.

En cuanto a si un libro entero puede ser “amistoso” para los lectores, fácil de seguir, te puedo decir que he abierto mis últimas colecciones con una especie de poema introductorio cuyo objetivo es dar la bienvenida a los lectores, y hacerles saber que estoy al tanto de su presencia, que este libro va dirigido a ellos. Por supuesto que nadie lee un libro de poemas en su totalidas, excepto los editores y los críticos de literatura,. Pero si lees uno de mis libros desde el principio hasta el final te encontrarás que vas guiado por cierto terreno. No querría —no sería capaz— explicar ese progreso conceptualmente, pero el libro y sus secciones siguen una organización dramática. Cuando tengo suficientes poemas para completar un libro los esparzo por el suelo y busco los poemas que quiero que vayan juntos. Intento mantenerme al margen y que sean los propios poemas los que decidan. Pienso que el primer y el último poema de cada libro, y el primero y el último de cada sección, deben de estar allí por una razón. Sin embargo, la mayoría de los lectores, entre los que me incluyo, hojeamos los libros de poemas buscando algo que atraiga nuestro interés, un título sexy, un poema corto, lo que sea. Auden comprendió la vanidad del autor que que se escfuerza por colocar sus poemas en un orden determinado cuando en su libro Collected Poems (Colección de poemas) decidió poner sus poema en orden alfabético, eliminando así la necesidad de tener un índice. Esa es otra de las cosas agradables de un libro de poesía. Puedes ir a cualquier página. Eso es imposible con una novela , a menos que se esté tomando una muestra de estilo.

Me gusta tu idea de la obra de teatro de estilo Isabelino. Me gustaría subir al escenario antes del primer acto para dar la bienvenidad al lector. Y como en todo, siempre es bueno acabar con fuerza.

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