Resulta evidente que los años no
han conseguido doblegar al poeta indómito e inconformista que siempre ha sido
Ángel Guinda. Todo lo contrario. Cuando otros poetas de su generación han
buscado con el discurrir del tiempo la misma postura cómoda para sus poemas que
para sus cansados huesos, Guinda parece haber hecho oídos sordos a los cantos
de sirena de los reconocimientos públicos, rehuyendo una probable poética más
suavizada o amable con el lector.
Este (Rigor
vitae), tal cual, amortajado por sus paréntesis, o “crueldad de la vida”,
como gusta de explicar el mismo autor, es la prueba bien palpable de que el
poeta ha entrado en una suerte de abatimiento íntimo para bien de su poesía,
pero en detrimento de su propia paz personal.
Si habitualmente se ha tildado su
poesía de existencialista, en este su último libro el tizne es ya, si cabe,
todavía más oscuro, negrísimo. Conviven en el libro aquel unamuniano
sentimiento trágico de la vida y un padecimiento cívico por el prójimo que
sufre cruelmente la turbonada de estos tiempos tan opacos y deshumanizados. Sin
embargo, convendría diferenciar en su poesía un existencialismo a la manera de
Heidegger (es decir, marcado por un firme pesimismo) y un existencialismo,
menos angustioso, con base en Sartre.
En efecto, igual que lo hacía
Heidegger, Guinda considera al ser humano como yecto en una realidad abyecta,
es decir, arrojado a un mundo sórdido conforme a una existencia que le ha sido
impuesta sin previo aviso. En resumidas cuentas, el hombre ha sido abandonado a
un callejón sin salida, a un designio fatal: hemos nacido para morir. Así lo
dice el poeta en uno de sus versos: “Una lápida oprime mi feroz resistir”.
Sin embargo, el Guinda sartreano asoma no pocas veces cuando
contempla al ser humano ya no sólo como yecto,
sino como pro-yecto. Es decir,
arrojado hacia delante, llamado a la acción, hacia el futuro de sus propios
actos. Y si algo hay en la poesía de Ángel Guinda es reacción y acción,
activismo cívico en pos del respeto y de la igualdad social: “─¡La realidad mata! ¡Tumbad la
realidad!”, exclama en uno de sus poemas. Así, frente a una realidad opresora y
despótica, el poeta deviene en un insumiso, en un insurgente, se erige en una
voz en constante levantamiento: “¡Soy el hombre tornillo!// (¡Voy captando tornillos!)//
Clavos, tornillos, ya:/ ¡lancémonos en tromba contra el mazo!)”.
Por tanto, podría decirse que
estamos ante un existencialismo de tintes “optimistas” al considerar que todos
tenemos un proyecto íntimo que cumplir, por inalcanzable o quimérico que
parezca: “Puedo acarrear una carga treinta veces superior a mi peso.// Agotado
por el aplastamiento, levanto las persianas de la duda.// ¡Me asomaré a la
ventana de las utopías!”
Al fin y al cabo, el
existencialismo de (Rigor vitae) es
profundamente humanista. No valora a la humanidad por la excelencia de alguno
de sus miembros, ni por la supuesta bondad de la humanidad en su conjunto. Es
humanismo por declarar que no existe otro legislador que no sea el hombre
mismo, por afirmar la libertad y la necesidad de trascender la situación, de
superarse a sí mismo, por reivindicar el ámbito de lo humano como el único
ámbito al que el hombre pertenece.
En lo formal, mención aparte
requiere esa imaginería de corte expresionista que hay en (Rigor vitae), esa deformación de la realidad para expresar de
manera más subjetiva la naturaleza del ser humano. Obviamente, no se imita la
realidad, sino que se marcha contra ella retorciéndola y desfigurándola hasta
el extremo, mostrando su aspecto más terrible y descarnado, enfatizando
aspectos como lo siniestro, lo macabro y lo grotesco. Y todo ello acompañado,
claro está, de un tono crudo, inflamable y por momentos casi apocalíptico.
En pocos libros como en (Rigor vitae) he asistido a tanta desatada exclamación de ira, a
tanta imprecación furiosa, a tanto grito inconformista: “─¡Eh, vosotros, hipopótamos con
frac; orangutanes con pajarita, hienas con tacones de aguja; tenias adictas a
la ambición! ¡Sí, vosotros: acercaos más, más! ¡Me rajaré el vientre,
desenrollaré mis intestinos, los enroscaré a vuestro cuello y os estrangularán
como serpientes!”
Otro efecto de su dinámico
lenguaje expresionista es el simultaneísmo, la percepción del espacio y el
tiempo como algo subjetivo, heterogéneo, atomizado, inconexo. Y todo ello hace
de sus poemas una representación simultánea de imágenes y acontecimientos.
Consciente de la decadencia de la
sociedad en que vivimos y su necesidad de renovarse, Ángel Guinda utiliza no
pocas veces un tono idealista y utópico cuando no profético. Un cierto
mesianismo propugna otorgar un nuevo sentido a la vida, una regeneración del
ser humano, una mayor fraternidad universal.
Para alborozo de todos cuantos le
leemos, Ángel Guinda sigue creyendo firmemente en la facultad de la palabra
para alterar y dar un vuelco a un sistema bestialmente injusto con los más
necesitados, con los que menos tienen. Su palabra poética es una salvadora
venganza contra el poder que nos oprime y nos aliena, pero a la vez una
coartada ante la desaparición que la muerte nos tiene reservada a cada uno de
nosotros.
JESÚS JIMÉNEZ DOMÍNGUEZ
Ángel
Guinda, (Rigor vitae), Zaragoza, Olifante,
2013
(reseña publicada en el nº 108 de Turia, pág. 446)