Podría decirse, sin miedo a equivocarse, que el nuevo libro de Ángel Gracia es un eslabón más de la obra en marcha, del work in progress, que el autor inició con Valhondo, libro éste fundamental (a mi modo de ver) en la última poesía aragonesa. Estaba ya en Valhondo el mundo personal de Ángel aunque de forma más embrionaria, más condensada, y quizás también algo más críptica. Tirando de los flecos poéticos de aquel libro, ensanchando los límites que ofrecía, Ángel dio luego a luz Libro de los ibones y hace ahora lo propio con Arar.
En Arar, Ángel Gracia explora nuevas zonas de la serenidad. El libro es una sosegada y, finalmente, feliz contemplación. Quien habla a través del yo poético, se encuentra ante el prodigio y el misterio de la vida y los contempla con admiración. Arrebatado, pero sereno en la aceptación de una existencia y un destino humano desoladores. Ángel Gracia ha desarrollado un discurso y un tono ligeramente diferentes (más cercanos, más humanos y menos simbólicos) en poemas muy concretos del libro, como en el magnífico “Fuente de los machos”, donde niño y padre pasean y éste último le muestra los misterios del mundo para acabar con una justicia poética del cariz de "el mundo está bien hecho porque lo hizo mi padre" (pág. 31).
Evidentemente, el título del libro, Arar, tiene (además de la obvia) una interpretación metapoética. Remite al hecho de penetrar más allá de la superficie de las cosas, de dejar un rastro, de inscribir signos. Arar, al fin y al cabo, es escribir. Se dice en el poema que abre el libro y se titula “Ningún lugar”: "Se trata de abrir un espacio / entre la palabra y el silencio, / y de permanecer allí, a la escucha". Siendo una declaración de intenciones, un modus operandi, podría funcionar a modo de poética inaugural. Así, este “ningún lugar” no es solamente el erial, el terreno sin cultivar ni labrar, sino también el espacio de la página en blanco, el no-poema, el silencio primigenio que el autor trata de abrir para que la palabra germine en poema.
Arar es un libro en el que la voz se funde (se confunde, cabría mejor decir) con el elemento de la tierra en su sentido más amplio. Tierra como ser vivo, como claustro maternal y como urna cineraria a la vez. Tierra como principio y fin de todo. A este respecto, he recordado unos versos de Anise Koltz de su libro Cantos de rechazo. A menudo suele citarse, entre otros, a Paul Celan como lectura e influencia primordial en Ángel Gracia, cuando yo veo incluso más cercano el mundo poético de Koltz.
Dice el poema de Anise Koltz: “Me he estremecido / al marcar la tierra / con mis rasgos // También ella / la tierra / se ha estremecido”
Aunque los versos sean de Anise Koltz, ese fundirse o confundirse con la tierra, con la naturaleza, con el paisaje natural para terminar siendo paisaje interior (paisaje del espíritu), es una de las constantes en la poesía de Ángel.
En Arar, continuando con la dinámica de sus libros anteriores, los poemas se fragmentan en sensaciones muy medidas, en esquirlas emocionales de largas ondas expansivas. La mirada está sometida a un núcleo obsesivo que la absorbe y la dirige de forma centrípeta hacia una celebración de la vida y una comunión con el mundo.
Se trata de una escritura poética que tiene mucho de orfebrería nada recargada, significativamente concentrada, que quizás no advierta por primera vez quien lea un poema suelto de Ángel Gracia, pero que se impone en la lectura conjunta de la obra poética desde Valhondo.
Para Ángel Gracia, la experiencia de la escritura intensifica su vida y vive esa intensificación como una forma de placer. Esta intensificación y este placer son independientes de la significación, puesto que la poesía fundamentada en el sufrimiento también puede generar placer.
Sin embargo, Arar es un libro que, si bien toca temas dolorosos como la muerte, el destino o la desaparición, no cae en el riesgo del patetismo y termina por ser un libro de canto y celebración. Se da en él una concepción emotiva del ser humano como una palpitación universal de la que todos formamos parte.
En la primera parte del libro, que lleva por título “Erial”, las sustancias de la muerte saturan la percepción sensorial y, fermentadas en el cultivo de la palabra, vuelven como materialización de lo sublime, como mito en que se manifiestan juntos la intimidad y el ser de la vida.
En la segunda parte, “Fiemo”, aparecen elementos de escatología, escatología que no debe comprenderse únicamente desde su acepción puramente fisiológica sino desde la filosófico-religiosa, puesto que escatología es también el estado de las cosas últimas del mundo y del hombre, el destino de la humanidad y del universo.
Así, “estiércol”, “fiemo” o “heces” aparecen como materias oscuras e inquietantes que abonan la supervivencia y recrean el ciclo de la vida. En ese lugar mínimo y precario que es el excremento se produce la profunda concentración existencial. Interpretar los residuos, desentrañar las claves de la inercia vital en medio de ellos y preguntarse por su sentido incomprensible son parte de las obsesiones del libro como lo es también penetrar en la materialidad íntima de la palabra.
Aquí la forma de mirar del poeta recuerda la del rayo o del relámpago, elementos éstos que también aparecen reiteradamente a lo largo de los poemas. La mirada entra en contacto con el paisaje y participa de él. Aúna la concentración visual y la extrañeza de la iluminación, como si fuera extrayendo sentido a las tinieblas. Así, las imágenes surgen de la escena como flechas o relámpagos que vienen a clavarse en la mirada del lector.
El libro se despliega en la luz como un árbol despliega sus ramas en el aire. Luz como forma suprema en la transformación de la realidad, paradigma de la vida, del conocimiento.
En ocasiones, la luz torna en alucinación, como en el poema “Scardanelli” (personaje cuya sombra también asomaba en Valhondo) y donde un Hölderlin enfermo del espíritu y perdidas ya las facultades mentales, mantiene aun con todo un íntimo hilo de cordura que lo une al mundo.
Con este tipo de mirada y aliento, Arar se manifiesta como un itinerario a través de la zona de contacto entre lo externo y lo íntimo, entre lo material y lo espiritual. Las cosas más insignificantes dejan de ser escasamente visibles para trascender a la superior categoría de visiones. No en vano, el libro se abre y cierra con dos citas entresacadas de los Proverbios del infierno de William Blake, poeta éste visionario donde los halla: “Conduce tu carro y tu arado sobre los huesos de los muertos” y “El gusano perdona al arado que lo corta”. Así que cabría intercalar otra cita del mismo Blake y sustituir los sustantivos simbólicos por otros más acordes a la obra de Ángel para explicar esto que quiero decir sobre la luz, la magnitud del tiempo y la mirada. Cito a Blake, pero serviría también para Ángel Gracia: “El rugir de los leones, el aullido de los lobos, el oleaje furioso del mar huracanado y la espada destructora, son porciones de la eternidad demasiado grandes para que las aprecie el ojo humano”.
Pues bien, ¿qué es la poesía sino el intento de poner delante de los ojos del lector esas “porciones de la eternidad demasiado grandes para que las aprecie el ojo humano”? Ángel se ha entregado a la tarea de cantar un mundo inefable, infausta tarea de la que sin embargo sale victorioso con este libro, quizás el mejor de su andadura.
JESÚS JIMÉNEZ DOMÍNGUEZ
Presentación de Arar, de Ángel Gracia
(Ed. Prames, Zaragoza, 2010)
FNAC Plaza España, 20-04-2010
De derecha a izquierda: Chusé Aragüés, Ana Muñoz, Ángel Gracia y yo.
Gran tarde, gran libro. Gran presentación...
ResponderEliminarEs una cosa extraña ser poeta…
ResponderEliminarescuchar en el propio canto todos los cantos…
es convertirse en hoja para saber de otoños
es convertirse en muerto para aprender la ausencia.
Miguel D ´ors
“Arar” es algo extraño. Despierta una voz que, por momentos, no teme a la abstracción poética ni al uso de líricas imágenes y figuras literarias (“tartamudea como un trueno”, “un copo prende el corazón”, “partí y fui camino”…). Pero tampoco huye de la expresión prosaica (“lo leí en un libro”) ni de palabras vetadas en tantos ilustres poemarios por su supuesta fealdad (“heces”, “pandemia”, “idiota”, “magullar”…).
Para quien pretende arar el aire y escribirlo después, es preciso adentrarse en un escenario más despojado y limpio que el que los cubículos urbanos nos proponen. Tal vez por eso, el poemario se nutre de un universo de vocablos apegados a la tierra, al agua, al fiemo… que habitan en los ciclos de una naturaleza despojada de tecnologías.
“Arar” convoca los rostros y el decir de la muerte (“luz en la sien del moribundo”), fundido en una singular celebración de vivir, donde la palabra juega un papel tan protagonista como el resto de elementos vitales que conforman los versos.
Las páginas se balancean entre la personificación del lenguaje (de las líneas escritas) y la de los integrantes de la naturaleza. Alcanzan su punto más humano en “La fuente de los machos”, donde mana el arte de la emoción como si nada.
El autor sabe desenterrar la difícil belleza de lo sencillo. Mas no parece buscar el poema “redondo”, hermoso por antonomasia, sino que nos lo presenta con barro y nutritiva hojarasca, en su compleja, vulnerable e imperfecta composición. Como la vida-muerte en la que indaga.
Su lectura te deja los ojos desubicados, cierto poso de inquietud, una grieta abierta hacia lo ignoto…
“Arar” es algo extraño, Ángel, porque es una cosa extraña ser tan buen poeta.
Emilio Pedro Gómez